Justo antes de poner el teléfono en modo avión en mi vuelo a Londres, me entró uno de los miles y miles de memes que han circulado estos días en torno a la reina Isabel II. En el montaje aparecía con uno de sus inconfundibles sombreritos, a juego con el traje de chaqueta, y un mensaje que decía: «¡Ufff, qué semanita, estoy muerta!». Y abajo un escueto «pues claro, amiga». Siendo yo republicana y plebeya, y no teniendo la más mínima simpatía por la reina fallecida -tranquilamente, y a los 96 años, no lo olvidemos-, me sentí identificada con la frase. Yo pasaba una semana en Londres y padecido los inconvenientes de los fastos organizados para despedirla.
Londres.-
Según he leído, no se recordaba nada igual desde el entierro de Genghis Kan, pero a mí el asunto me sonaba a nuestra mal llamada Juana la Loca recorriendo España con su difunto. Y contesto antes de que alguien pregunte ¿qué hacía yo, republicana confesa, en tal evento? Pues muy sencillo, disfrutar de una escapada regalo de mi hija. Lo que no podíamos imaginar, cuando la planeamos, es que nos encontraríamos con el «acontecimiento histórico del siglo». Fue casualidad, la misma que me tenía al ladito de la Casa Blanca de Washington cuando el ataque a las torres gemelas. Suerte, dicen mis colegas periodistas.
“No podíamos imaginar, cuando planeamos el viaje a Londres, que nos encontraríamos con el «acontecimiento histórico del siglo». Me pasó igual con el atentado de las torres gemelas.
El día que llegamos, encontramos Londres a rebosar de gente. Siempre lo está, pero todo este delirio «post mortem» que han desplegado los medios de comunicación españoles (viéndolos parecía que la finada fuera nuestra abuela querida), en plena ciudad protagonista, se notaba bastante menos. Nuestro hotel estaba a cinco minutos andando del meollo, pero solo veías el gentío si pasabas por la puerta de Westminster.
Había muchos periodistas, muchos fotógrafos, forofos y forofas de la monarquía, personas curioseando y flores en cualquier esquina.
Los turistas felices, la catedral vacía, en el barco que recorre el Támesis no iba casi nadie y los cuadros de los museos se dejaban contemplar sin necesidad de dar empujones o de hacer escorzos imposibles para atisbar una esquina.
Se apreciaba un ambiente estupendo, avenidas solo para peatones o bicis y llenazo total en El Rey León, con el público más fervoroso y entusiasta que he visto jamás. Por cierto, en El Rey León se cumple lo de «a rey muerto, rey puesto». ¡Cómo la vida misma!
MÁS FOTÓGRAFOS Y CÁMARAS QUE SÚBDITOS
Paralelamente a la famosa cola, por los alrededores del London Eye, que dicho sea de paso, recauda diariamente casi 400.000 libras, artistas variados bailaban, hacían juegos malabares, te escribían una historia personal con tres palabras que pronunciaras o entonaban el Hey Jude, a coro con un público entregado, que llenaba la calle los bares y los restaurantes, ajeno a los que aguardaban horas para desfilar, apenas unos segundos, delante del féretro real. Y no exagero si digo que había tramos con más fotógrafos y cámaras de televisión que súbditos piadosos dispuestos a presentar sus respetos.
En una esquina, frente al Big Ben, unas señoras instalaron sus tiendas de campaña. Me paré diez minutos a observar y en ese tiempo se arremolinaron allí tres equipos de tres televisiones distintas, (una, Antena 3), dos jóvenes periodistas con sus micros, y varios fotógrafos. Las señoras los atendieron, muy amables y compungidas. Si habéis visto hasta la saciedad tiendas de campaña, puedo asegurar que eran siempre las mismas.
En la Torre de Londres, la sección más concurrida era la de las joyas de la corona, donde faltaban la corona imperial, el orbe y el cetro, que reposaban, según dicta la tradición inglesa, sobre el féretro con el cadáver real.
La voz de la audioguía narraba lo importantes que son estas joyas para entender el simbolismo divino de la monarquía, nada decía de su dudosa y cuestionada procedencia. Yo pensaba en las muchas penas que aliviaría, por ejemplo, el diamante Cullinan engarzado en la susodicha corona. Los plebeyos somos así de prácticos y las republicanas no apreciamos nada divino en la monarquía. Tampoco entiendo la costumbre de alabar a los muertos hasta llegar al baboseo.
Morirse es algo natural y no mejora al ausente, ni nos hace mejores al resto por enaltecer al o la que ya no se va a enterar de nuestros lloros. A mí la reina Isabel me merece la misma opinión muerta que viva, es la representación de un anacronismo colonialista y cruel, y en la Torre de Londres, que visitamos cómodamente, su historia y su pasado me confirmaban el horror, la sangre, las torturas y las ejecuciones que ampararon aquellas paredes y los reyes que las ocuparon.
Por la noche, un amigo, desde España, me preguntó por el minuto de silencio. ¿Qué minuto?, ¿qué silencio?, contesté sorprendida. No nos habíamos enterado.
Pese a que los periódicos españoles aseguraban que millones de británicos, incluidos los de Marbella, habían parado y aplaudido, resulta que el primero, (el minuto de silencio, ya que, al parecer, hubo dos), nos encontró cenando en un italiano y allí lo único que se oía eran charlas y risas en torno a los platos y las copas. El segundo nos pillaba en el bus, camino del aeropuerto, y nadie dejó de hacer lo que le tocaba, el conductor atento a la carretera, y los pasajeros mirando el paisaje o hurgando en el móvil.
Ya en Stansted, de vuelta a casa, registro exhaustivo del equipaje, con mucha educación, es cierto. La pantalla enorme de una tienda retrasmitía en directo el funeral, cuatro gatos miraban desganados, y mi vecina de asiento en la espera para embarcar, una italiana que no paraba de hablar por teléfono, contaba que la noche anterior no durmió porque montaron una fiesta épica en el piso de una estudiante amiga.
«No vino la poli, -remató-, porque estaban todos en el funeral de la reina», y rompió a reír con la alegría y la fuerza que ríe la vida.
(Elisa Blázquez Zarcero es periodista y escritora. Su último libro publicado es la novela La mujer que se casó consigo misma. Diputación de Badajoz).
SOBRE LA AUTORA
OTROS REPORTAJES
Un día en el campo de desplazados de Corrane, Mozambique
El Templo del Agua, de Lourdes Murillo
Costa Rica, pura vida. Y es verdad
El robo de vino (perfecto) del siglo
“Lo de Afganistán lo sabíamos y lo de Líbano, también: un polvorín a punto de estallar”
20 años del 11-S: nuestra compañera Elisa Blázquez estaba allí cuando ocurrió
Vientres de alquiler, la nueva esclavitud de la mujer
El mayor centro budista de Occidente estará en Cáceres
La ciudad es para mí, no para los coches
Anita la Sainte, a flor de piel
Hadrami Ahmed Bachir, de trabajar en Vitoria a la guerrilla en el Sáhara contra Marruecos
“¿Cuánto queda?”, primer título del “cine del confinamiento”
La mujer que dio a luz un monstruo
Nuria Ruiz García, música inclusiva para un público al que no puede ver
Más allá del insolidario “llévatelos a tu casa”
18 años del 11-S: “aquel día histórico yo estaba allí”
Bomarzo, donde realidad y ficción se confunden
Hoy, debut escénico mundial del refugiado
Cuando quien te guía se convierte en tu amigo
Las Ritas, la solidaridad más humana y gentil del mundo
Mujeres cacereñas, pioneras en España del Movimiento #cuéntalo
Todos podemos ser el doctor Livingstone (supongo)
Una española, entre las primeras baterías del mundo