martes, 19 marzo, 2024
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Del entusiasmo en la vida y la entereza en la muerte

Elogio de Manel, el buen amigo que me llamó para despedirse de mí horas antes de morir

Una de las emociones más sobrecogedoras de mi vida la tuve el viernes 16 de julio de 2021 a las 9,56 horas de la mañana. En ese momento me sonó el teléfono. Era una llamada de whatsapp. En la pantalla se encendió el retrato de mi querido amigo Manel y, como siempre, escuché con alegría su voz poderosa y alegre. Pero la noticia que me dio entre bromas, como quitándole hierro, era que le habían diagnosticado una enfermedad muy grave y que el pronóstico era “muy malo muy malo”. No pude adivinar que se estaba despidiendo de mí, igual que estaba haciendo con el resto de sus amigos más cercanos. Murió horas después. Este es mi retrato de un portugués excepcional, un hombre extraordinario al que quiero y admiro, que supo morir con honor y dignidad y que a sus amigos volvió a hacernos el regalo de su entusiasmo y de su entereza antes de morir.

Manel nació en el norte de Portugal. Era un portugués crítico, como yo soy un español crítico. Entre las muchas cosas que descubrimos que teníamos en común, está nuestro amor herido por nuestros dos países, a causa de las injusticias y los abusos que cada uno de los dos veía en el suyo. Yo le decía que lo de España era peor y él trataba de consolar mi pena patriótica con esa delicadeza de los portugueses, asegurando que lo de Portugal era igual de malo (cosa que, perdona, Manel, no es verdad).

Los dos amamos a nuestro propio país hasta el dolor y el desencanto. Además, Manel amaba España tanto como yo amo Portugal. O más que yo. Porque yo nunca me casé con una portuguesa y Teresa, su esposa, es española. Ahora que ha muerto, me doy cuenta de que él y yo estábamos sorprendentemente unidos -más de lo que yo pensaba-, a pesar de los pocos años que hacía que nos conocíamos y de las contadas veces que estuvimos juntos.

AMISTAD A PRIMERA VISTA

¿Por qué, pues, llegamos él y yo a esta compenetración tan grande que le llevó a despedirse de mí horas antes de morir y a mí a sentir y llorar la herida de su muerte como la de un hermano, tanto que hasta más de un mes después de su marcha no he podido terminar estas líneas? La respuesta es sencilla. Porque, del mismo modo que existe el amor a primera vista, también existe la amistad (que es otra forma de amor) instantánea, ese misterio por el que se genera una sintonía automática entre dos desconocidos que hasta ese momento no sabían que eran tan afines.

Manel y yo fuimos dos desconocidos hasta que nos presentó otro querido amigo y colega portugués, Jorge Passarinho, en su hermosa casa de Tavira, a quien también conocí a través de otro amigo portugués, Alberto Laplaine Guimarâes, en una feliz concatenación de encuentros y afectos gracias a la cual tengo hoy en Portugal a algunos de mis mejores amigos y amigas, que son como hermanos para mí.

Ese primer día Manel y yo nos reconocimos el uno al otro de manera prodigiosa sin habernos visto nunca antes. Él se sentó a mi lado y empezó a decir cosas sobre el mundo, sobre Portugal, sobre España, sobre la vida…, cosas que eran mis propios pensamientos expresados por su boca.

Una de las primeras cosas que me contó fue su exilio juvenil en Francia, cuando se negó a participar como soldado en la guerra colonial de la dictadura salazarista en Angola y Mozambique. A mí también me tocó servir como fuerza de ocupación en otra colonia española, el Sáhara occidental, aunque yo no fui tan valiente como él y cumplí mi servicio militar.

Era una delicia compartir con él los buenos momentos de la vida. (CEDIDA)
Era una delicia compartir con él los buenos momentos de la vida. (CEDIDA)

UNA FE LAICA Y COMÚN

Desde ese momento, cada vez que coincidimos después siempre nos sentábamos juntos y ya no parábamos de hablar de lo humano, porque de lo divino ni él ni yo teníamos seguridad, por mucho que nos hubiese gustado tenerla. Esta, la creencia y el amor por lo humano, por la Humanidad, era nuestra laica fe común. Y las ideas de izquierda. Pero teníamos muchas más cosas compartidas, como tres hijos cada uno, el espíritu revolucionario, la rebeldía, la defensa de los más débiles, la alegría de vivir, el amor incondicional por Teresa y Susana, las cabales compañeras de vida que nos había deparado el destino a uno y a otro, la gastronomía portuguesa y española, los buenos vinos de uno y otro país, la belleza de sus paisajes y ciudades, y tantas cosas de esta península que él nombraba a veces Iberia y yo le decía que esa federación no favorecería a Portugal, por el efecto contagioso tóxico de los extremismos y los movimientos disgregadores que hoy padecemos en España. Manel decía entonces que ambos pueblos navegábamos en la misma balsa de piedra que concibió Saramago. Enamorado del mar y buen navegante como era, su refugio de Tavira, adonde pensaba retirarse con Teresa cuando se jubilasen, y su barco, eran dos de las ilusiones de las que con frecuencia hablaba también.

La mar era una de sus pasiones más arraigadas. (CEDIDA)
La mar era una de sus pasiones más arraigadas. (CEDIDA)

Los de mi generación hemos entrado ya en la edad de las despedidas. Por encima de los setenta pasamos a la fase de que todo horizonte es cercano y toda lejanía se acabó con la juventud. Otro querido amigo, este español, al que acaban de diagnosticarle una seria enfermedad, me dijo hace poco que estaba preparado para morir, y que hay que saber marcharse “con honor y dignidad”.

Con honor y dignidad se nos ha ido Manel, del que ahora reparo en que ni siquiera conocía su nombre. Tampoco era necesario. Manel era su identidad amistosa y cálida, una contraseña de afecto, una marca de autenticidad del mismo modo que Sol y Atlántico no necesitan apellidos para ser reconocidos entre sus iguales. Él se queda conmigo así, como Manel, un hombre que reconoció y depositó en mí su entusiasmo de vida, su gusto por la existencia y por todo lo bueno y bello que encierra el vivir, y que me regaló su amistad.

LLAMADA SOBRECOGEDORA

Y este hombre que se había convertido en tiempo récord en un amigo querido, hasta el punto de que Susana y yo habíamos expresado nuestro deseo de ir a verle, a él y a Teresa, a Bruselas, y de juntarnos con ellos en Tavira cuando la pandemia lo permitiese, este hombre me llamó poco antes de las 10 de la mañana del 16 de julio para despedirse de mí. No dijo que se moría, porque su elegancia estaba reñida con el melodrama, y para no ponerme el corazón en un puño, pues nuestra conversación hubiese sido muy diferente de ese modo. Ahora sé que quería compartir conmigo algunos de sus últimos momentos y que deseaba escuchar mi voz por última vez, como las de sus otros amigos a los que telefoneó. Horas después, Jorge Passarinho me dio la noticia de que Manel se nos había ido.

Hoy le recuerdo tan elegante como siempre, con su sempiterna corbata de lazo, esa pajarita que en otros es signo de afectación y que en él formaba parte de su fisonomía natural, como un elemento más de su anatomía. Era un hombre amable y cariñoso, dotado de un permanente buen humor que iluminaba cualquier conversación o reunión. Era un ser cosmopolita y viajado, que hablaba varios idiomas y que, con su esposa, formaba parte de esa legión de buenos profesionales desconocidos que hacen que la Unión Europea funcione. En Roma, ese ámbito cultural y lingüístico continental que fue el precedente cultural de la UE, Manel hubiese sido el prototipo del noble patricio.

La llamada postrera de Manel es uno de los mejores regalos de amistad que me han hecho en la vida. Dedicarme diez minutos de los últimos que le quedaban en este mundo es una prueba suprema de cercanía, camaradería y afecto. Fue su forma de decirme “nos tratamos poco, pero fue suficiente para convertirnos en amigos, por eso te llamo”. Un honor impagable para mí, y más viniendo de un gran hombre como él.

Navegando por aguas de Tavira, el amado paraíso de Manel. J.M. PAGADOR
Navegando por aguas de Tavira, el amado paraíso de Manel. J.M. PAGADOR

EL HOMBRE INTERIOR

Escribo esto en recuerdo y homenaje de Manel, para el consuelo de sus hijos, Joana, Inês y Pedro, y de su esposa, Teresa, y como expresión de tan ejemplar actitud ante la muerte, la misma que yo deseo para mí. Manel fue un entusiasta de la vida y su entereza ante el final es admirable. Entusiasmo y entereza son la cubierta y la contracubierta del libro de la existencia, un libro cuya principal lectura es que no hay que perder un minuto en lo que no lo merezca, no hay que escatimar amor y hay que encarar la muerte con honor y dignidad.

En esto Manel me recordó a Séneca, que en el final de sus días y sufriendo ya serios problemas respiratorios, se mostró preparado para la muerte y exhortaba a disponerse a ella con ánimo tranquilo y sin temor. En sus Cartas a Lucilio, Séneca decía que lo importante en la vida es perfeccionar al “hombre interior” de cada uno, porque, según él, lo más temible de la muerte es el temor que le tenemos. Indudablemente Manel había perfeccionado su “hombre interior” hasta llegar al alto grado de humanidad, bondad y valor que alcanzó en vida, y cuya forma de morir es la coronación de tal proceso.

EL LEÑADOR SE ACERCA

Recuerdo que alguna vez, en una de esas conversaciones mantenidas en una reunión de amigos, en una boda, o en una fiesta, Manel y yo hablamos con toda naturalidad de la muerte. “Meditar en la muerte -decía Séneca- es meditar en la libertad, y quien ha aprendido a morir ha aprendido a servir”, y añadía: “los espíritus superficiales no reparan en que toda calamidad, incluida la propia muerte, no es un mal verdadero, sino mal de la imaginación”. Por eso creo que enseñar a morir es una materia que debería impartirse en las escuelas y las universidades.

Como Manel, barbados él y yo, me apunto a lo que dijo Miguel Hernández en estos versos valientes:

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba
.

En el transcurso de mi vida he presenciado varias muertes, entre ellas, la de Juan Otero Rodríguez, mi abuelo materno, un hombre valiente y cordialísimo que murió en su cama una luminosa mañana rodeado de sus seres queridos. Allí, junto a su lecho de muerte, presencié el hecho maravilloso de que un moribundo puede incluso bromear. Mi abuelo bromeó conmigo, lanzándome simpáticas pullas con su voz ya casi inaudible, a cuenta de mi barba juvenil, instantes antes de morir.

El leñador que ha empezado a talar el bosque de mi generación, del que Manel era un árbol alto y hermoso, un leñador tan eficiente y voraz que incluso derriba árboles mucho más jóvenes, ya lo veo aproximarse al mío. Espero recibirlo con el honor, la dignidad y la entereza de mi abuelo y de Manel. Que así sea. Y a vosotros que me leéis os deseo lo mismo, por supuesto, después de una larga, fructífera y feliz vida.

(José Mª Pagador es periodista y escritor, y fundador y director de PROPRONews. Sus últimos libros publicados son 74 sonetos (poesía, Fundación Academia Europea de Yuste), Los pecados increíbles (novela, De la Luna Libros), Susana y los hombres (relatos, Editora Regional de Extremadura) y El Viaje del Tiburón (novela, Caligrama Penguin Random House).

SOBRE EL AUTOR

José María Pagador Otero

José Mª Pagador y Rosa Puch, 100 años de periodismo

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