La noche cae muy temprano, muy deprisa y muy oscura en Mozambique. Y, al amparo de la noche, los llamados rebeldes asaltaron recientemente la de Chipene, una de las misiones católicas que se reparten por el norte del país, allí donde apenas llegan las ONGs. Disparos, golpes, fuego, gritos, miedo y una monja, María de Coppi, asesinada; el resto de los residentes, entre ellos una misionera española, lograron escapar.
Chipene, Mozambique.-
Chipene, en el límite de la provincia de Cabo Delgado, donde bulle una guerra cada vez más enconada y cruel, cada vez más confusa también en su origen y propósitos, y que carga ya con un buen número de muertos y casi dos millones de personas desplazadas, es uno más de los «daños colaterales» de los casi 70 conflictos bélicos activos, aunque el único que parece existir sea el de Ucrania.
Esta es una guerra olvidada en todo el mundo, pero que mata con la misma crueldad que cualquier otra, incluida la de Ucrania.
Mozambique está lejos, a 7.000 kilómetros de España. Cabo Delgado es la provincia más norteña de un país incluido en la terrible lista de los diez más pobres del mundo. Y Cabo Delgado tiene la desgracia de esconder tesoros, minerales codiciados en estos tiempos. Este, podría ser, uno de los motivos de esta guerra silenciosa que no enfrenta a un ejército contra otro, sino que se nutre de los ataques sorpresivos y crueles de los llamados insurgentes.
Saber con exactitud que pasa en Cabo Delgado es difícil. Hay teorías, pero nadie tiene certezas, nadie quiere hablar. «Todos tienen miedo de todos», resumía una persona que ha tenido que dejar su casa y su poblado, y que ahora se conforma con sobrevivir. Escuché la frase en el campo de desplazados de Corrane, que visité este verano, y que me dejó sorprendida porque hay dignidad, mucha dignidad, en aquel refugio.
En mitad de la nada se ha creado un campo de desplazados que acoge a 7.000 familias que han huido de esa guerra invasora que avanza pausadamente, pero sin descanso.
Las chapas metálicas de los tejados de las viviendas temporales brillan bajo el sol, y por las calles de tierra roja asoman las «machambas», las huertas tradicionales de los mozambiqueños.
DIGNIDAD Y HAMBRE
Hay dignidad, repito, pero se pasa hambre. Se reparte arroz, pero es poco, y eso, y lo que va dando de sí el suelo recién sembrado, es todo el recurso que tienen las familias.
Dos tiendas enormes de UNICEF reciben a los enfermos, y la chavalería estudia en un cercano instituto o en una misión atendida por monjas claretianas. Y mientras los ataques se recrudecen, los alrededores de la provincia se van llenando de aquellos que huyen de esta guerra olvidada en todo el mundo, pero que mata con la misma crueldad que cualquier otra.
A los escasos recursos de la población del norte de Mozambique, paradójicamente una zona de extraordinaria belleza natural, se une la devastación que arrastra este conflicto, que no enfrenta a dos países, ni siquiera a los habitantes de un mismo país, pero que sangra y empobrece más aún, la ya precaria y estructural situación de miseria y sufrimiento de África. Allí, las misiones católicas luchan por llevar comida y educación, en medio de la amenaza continua de ser atacadas, cómo acaba de suceder; pero no se rinden, aseguran.
EL ATAQUE
El obispo de la diócesis de Nacala, el español Alberto Vera Arejula, contaba, desolado, lo ocurrido:
-“Eran las 21 horas cuando llegaron los terroristas a la misión. Habían quemado por la tarde una mezquita y la población estaba aterrorizada, muchos habían huido. El internado que tienen las monjas acoge a 45 niñas. Muchas se fueron a sus casas, o al bosque, y 12 quedaron allí, al cargo de dos monjas. Llegaron los terroristas y, en la puerta, le pegaron un tiro en la cabeza a la hermana María. A Ángeles, española, le perdonaron la vida, no se sabe por qué. Luego destruyeron la iglesia, quemaron el centro de salud, la casa de las hermanas, los coches y robaron todo lo que pudieron”.
El padre Gino Pastore, italiano, como la hermana asesinada, lleva, al igual que llevaba ella, toda su vida entregada a Mozambique. Ambos habían padecido la atroz guerra civil que asoló el país. Gino fue el que, un día después de la tragedia, recogió el cuerpo de esta mujer, fundadora de la misión y con más de 50 años dedicados a la enseñanza y empoderamiento de las niñas mozambiqueñas.
Y solo 24 horas después del ataque, Chipene volvía a llenarse de esperanza y de ganas de trabajar para que esta sinrazón termine. Porque queda mucha tarea por delante y las lágrimas se guardan para la intimidad.
(Elisa Blázquez Zarcero es periodista y escritora. Su último libro publicado es la novela La mujer que se casó consigo misma. Diputación de Badajoz).
SOBRE LA AUTORA
OTROS REPORTAJES
El Templo del Agua, de Lourdes Murillo
Costa Rica, pura vida. Y es verdad
El robo de vino (perfecto) del siglo
“Lo de Afganistán lo sabíamos y lo de Líbano, también: un polvorín a punto de estallar”
20 años del 11-S: nuestra compañera Elisa Blázquez estaba allí cuando ocurrió
Vientres de alquiler, la nueva esclavitud de la mujer
El mayor centro budista de Occidente estará en Cáceres
La ciudad es para mí, no para los coches
Anita la Sainte, a flor de piel
Hadrami Ahmed Bachir, de trabajar en Vitoria a la guerrilla en el Sáhara contra Marruecos
“¿Cuánto queda?”, primer título del “cine del confinamiento”
La mujer que dio a luz un monstruo
Nuria Ruiz García, música inclusiva para un público al que no puede ver
Más allá del insolidario “llévatelos a tu casa”
18 años del 11-S: “aquel día histórico yo estaba allí”
Bomarzo, donde realidad y ficción se confunden
Hoy, debut escénico mundial del refugiado
Cuando quien te guía se convierte en tu amigo
Las Ritas, la solidaridad más humana y gentil del mundo
Mujeres cacereñas, pioneras en España del Movimiento #cuéntalo
Todos podemos ser el doctor Livingstone (supongo)
Una española, entre las primeras baterías del mundo