La situación política, económica y social de Cataluña continúa cuesta abajo, en un deterioro que el día anterior pareciera no posible y que al día siguiente ha rebasado con mucho esa marca de desastre colectivo. Quienes vivimos en Cataluña apreciamos a diario esa deriva que hace ya invivible a esta comunidad que antaño fuera el faro y el ejemplo de España. Por todas partes se ven indicios de esta catástrofe: nuevas empresas que se marchan, goteo de negocios que cierran y no por la pandemia, empresarios que desisten de abrir o de ampliar en estas condiciones, profesionales que piden el traslado fuera de aquí, viviendas que no se venden y se deprecian, destructivos disturbios callejeros, imposibilidad de expresar libremente las opiniones, tensión en los colegios con los niños que hablan castellano, incapacidad de ponerse de acuerdo los independentistas ni siquiera para formar gobierno, parálisis de años de la acción gubernamental y administrativa, degradación de la convivencia, pérdida de relevancia nacional e internacional, caída de las expectativas turísticas… Son algunos de los muchos síntomas del proceso de destrucción que vive Cataluña, expresado muy gráficamente en ese caganer autóctono, fiel representante del independentismo más cerril, que lo único que produce es una gran mierda política y social, y que cuando pretende imponer su visión sesgada de la realidad catalana la caga todavía más.
Barcelona.-
Va a hacer dos meses que se celebraron las elecciones al Parlament y Cataluña sigue sumida, y agravándose, en la peor crisis política, económica y administrativa desde los años 30 del siglo pasado. Cataluña está sin gobierno y sin posibilidades inmediatas de tenerlo mientras Carles Puigdemont siga manejando los hilos de este enorme guiñol de caganers en que se ha convertido la Generalitat. Es la voluntad de un solo hombre la que se impone a la voluntad y a los derechos de todos los catalanes. Pero es que ni siquiera el conjunto de los independentistas representan de forma mayoritaria el sentir de esta tierra.
Como se vio en las elecciones autonómicas de febrero, el conjunto de las fuerzas independentistas representa poco más de la cuarta parte del electorado, concretamente el 27,7% de los posibles electores. En las elecciones de hace dos meses, y con una abstención de casi el 50% -lo que da idea del cansancio mortal del cuerpo electoral y de la sociedad catalana- los independentistas alcanzaron el 51% de los votos emitidos, sí. Pero en realidad representan solo al 27,7% del total del censo y, además, perdieron 617.000 votos en relación con las autonómicas de 2017. Y ellos, con ese porcentaje que representa la cuarta parte de la sociedad catalana son los causantes del 100% del desastre que padece actualmente dicha sociedad.
A principios de 2021 se habían marchado ya 7.007 empresas grandes y medianas de Cataluña desde 2017.
Y no solo eso, el partido vencedor de las elecciones fue el PSC-PSOE. Considerando todos estos factores ¿alguien en su sano juicio puede creer que con resultados tan magros, ese 27,7% del censo electoral puede imponer su voluntad al conjunto de los catalanes?
SIN ACUERDO ENTRE ELLOS
Pero es que ni siquiera ellos con capaces de ponerse de acuerdo. Y así seguimos, con esta parálisis suicida que agrava la progresiva destrucción de Cataluña que dio comienzo con el pujolato, la larguísima etapa de parasitación de la comunidad por una familia “ejemplar”, que incluso cambió el falso lema del “España nos roba” por el verdadero de “nosotros sí que robamos”. De aquellos polvos, con todo lo Mas y Mas que sucedió después, estos lodos.
No han sido ellos, sin embargo, los causantes únicos de este desastre en el que nos vemos obligados a (mal)vivir tantos catalanes que vemos frustradas nuestras vidas, nuestras expectativas de futuro y las de nuestros hijos, y tantos otros que se marcharían de aquí si pudieran. Los gobiernos de España que empezaron a compadrear con el independentismo, creyendo que haciendo carantoñas a la fiera conseguirían domarla, cediendo porciones enormes de la soberanía nacional a esta región, son tan culpables o incluso más.
¿Alguien en su sano juicio puede creer que con resultados tan magros puede imponer su voluntad al conjunto de los catalanes?
De este juicio histórico no se salva ningún gobierno, ningún partido ni ningún líder de los que han ocupado la Moncloa desde la muerte de Franco. Porque fue Adolfo Suárez el primero que pactó con Jordi Pujol las bases de lo que luego han esgrimido los independentistas catalanes y vascos como una de las claves para reivindicar la autodeterminación. Ese acuerdo lo firmaron Suárez y Pujol el 16 de marzo de 1978 en la Moncloa, como recogen los periodistas Soledad Gallego-Díaz y Bonifacio de la Cuadra en su libro Crónica secreta de la Constitución.
Y después de Suárez, todos los que le sucedieron en la presidencia del gobierno de España, sin excepción -Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez-, han seguido cayendo, uno tras otro, en la misma trampa. Una trampa cada vez más letal para la democracia española y para la convivencia nacional y catalana, que en estos momentos manifiesta su cara más tóxica y destructiva. Una trampa que consistía en lograr de los ingenuos e irresponsables líderes nacionales que acabo de nombrar pedacitos de soberanía y de derechos no atribuibles, que vistos de uno en uno no parecían significativos, pero que unidos todos al final por los muñidores de la segregación -que son mucho más listos que aquellos- componen el mosaico tremendo de la situación actual.
AGITACIÓN Y DESGASTE
Como consecuencia de todo ello, Cataluña ha vivido un falso referéndum de autodeterminación, el encarcelamiento de los líderes independentistas más valientes y la huida de los más cobardes, una época de agitación y desgaste político y económico inédita hasta ahora, purgas y depuraciones en los cuerpos funcionariales incluidos los Mossos d’Esquadra para apartar o avisar a los desafectos, graves disturbios cuyas imágenes han dado la vuelta al mundo para descrédito de Cataluña, marginación de los discrepantes, los castellanohablantes, los no independentistas o los tibios…
Desde Adolfo Suárez a Pedro Sánchez, todos los presidentes del gobierno han cedido vergonzantes privilegios y parcelas de poder al independentismo.
Las consecuencias están a la vista. Más de 7.000 empresas grandes y medianas han abandonado ya Cataluña, sin contar otras menores que pasan desapercibidas, en un proceso imparable por el momento. Numerosos profesionales, funcionarios y agentes económicos y sociales se han marchado, piensan marcharse, o rechazan su incorporación desde otros puntos de España.
Quizás lo más significativo de todo -sin contar otros indicios aparentemente “folklóricos” pero que también tienen una honda raíz en las consecuencias del llamado procés, como la ruina económica y deportiva del Barça o el hecho de que hasta el mismo Messi quiera marcharse de aquí- sea la desbandada empresarial. Téngase en cuenta que hasta enero de 2019 se habían marchado 5.567 empresas importantes de Cataluña en tan sólo quince meses desde el referéndum ilegal.
A principios de 2021, la cifra de empresas que han abandonado la comunidad subió a 7.007. Todas se han instalado en otras ciudades repartidas por toda la geografía española. Ciudades, por ejemplo, como Madrid -comunidad y capital que superan ya con mucho el peso económico y la influencia que antes tenían Barcelona y Cataluña- y Valencia, han visto muy reforzado su tejido financiero y empresarial con la llegada de grandes empresas catalanas, como Caixabank, Banco Sabadell, que se han marchado a la capital del Turia, o Gas Natural Fenosa, que se ha ido a Madrid, entre otras muchas. Y no digamos de la fuga de depósitos del sector financiero catalán, que ha superado los 32.000 millones de euros.
¿Y todo para qué? Para la obcecación de la aventura imposible de, con un magro 27,7% de apoyo del cuerpo electoral, pretender imponer una independencia imposible; una independencia que nunca llegará porque es ilegal, inconstitucional, antidemocrática; una independencia que no es querida por la mayoría de la ciudadanía catalana y que tampoco permitirá una España que hoy puede parecer frágil, pero que ha resistido embates más fuertes que este en sus más de cinco siglos de existencia como nación unida y dotada de unas estructuras muy poderosas y eficientes cuando es necesario.
(Joan Picardet es periodista y analista político).
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