Han pasado sesenta y tres años, pero sigo recibiendo y sintiendo las mismas emociones. Estoy enormemente agradecido al país y a los habitantes de la República Oriental de Uruguay, que me acompañaron por el surco artiguista, en una nación solidaria que protegía a quien allí anclaba su corazón con intención de permanencia. Hijo de emigrantes gallegos, llegué hace sesenta y tres años y pude estudiar desde primaria hasta la universidad sin pagar ni un peso. A eso se le llama solidaridad y servicio público de altura.
Galicia, Montevideo.-
Hace unos años y en estos días del mes de noviembre iba yo en un barco llamado “Cabo de Hornos” camino de Montevideo. Allí me esperaba mi padre que era el hijo más pequeño de una familia de labradores de la aldea de Tines (Vimianzo) en la que solamente había una hija emigrada, Hermosinda, en Buenos Aires. Siempre le preguntaban a mi padre cuál fue la razón de no ir para la capital argentina. Su respuesta era que nunca quiso dejar su aldea, ya que tenía casa propia. El viaje a Montevideo fue motivado por la insistencia de su amigo Ramón de Castromil, con el que tuvo un taller de herrería en sociedad en el que los dos herreros maleaban el metal para fabricar buenas y fuertes herramientas y aparejos agrícolas.
Es cierto que pasaron unos años, pero aquella luz montevideana que me recibió en el muelle el 27 de noviembre 1958 no perdió casi nada de su luminosidad. Es evidente que han pasado sesenta y tres años, pero sigo recibiendo y sintiendo las mismas emociones. Estoy enormemente agradecido a los habitantes de la República Oriental de Uruguay que me acompañaron por el surco artiguista, en un país solidario que protegía a quien allí anclaba su corazón con intención de permanencia. Yo quería ir a Montevideo, aunque era feliz en la aldea. Tenía todos los mimos de mi abuela materna, que nunca se olvidaba de comprarme chocolate en la llamada “Feria de Baio” que tenía lugar en A Piroga, era territorio de Vimianzo.
MARAVILLA Y ASOMBRO
Lo cierto es que al llegar a Montevideo me quedé totalmente asombrado o maravillado.
Sentí que mi padre era un gran campeón por venir a un sitio donde el sol alumbra durante meses sin ninguna nube en el cielo. Recuerdo aquellos primeros meses como si fuese el protagonista de un cuento. Es que estaba viviendo algo mágico que sucedió de un día para otro. El niño de 5 años que embarraba los zuecos (con tres tachuelas en la puntera) en el lodo de la aldea corre ahora ligero por unas largas veredas embaldosadas, pero perdió los zuecos. En sus pies lleva unos “championes” (nunca escuchó tal denominación y tardó años en saber que el nombre provenía de la marca “Champion”, de Estados Unidos) que son de tela, con suela de goma y en blanco y azul. Con ellos puestos se hacía varias vueltas a la manzana casi sin esfuerzo. En las esquinas giraba sin disminuir la velocidad. Aquellos “championes” que estrené en diciembre de 1958 acompañaron siempre mis futuros pasos por Montevideo aunque poco después, en el Liceo, fuesen unos mocasines de cuero marrón.
Estaba viviendo algo mágico que sucedió de un día para otro.
Ya escribí sobre el 27 (la llegada) y el 30 (el dulce de leche), pero casi nada sobre el 8 de diciembre, que allí es el “Día de las Playas”. Fue cuando disfruté de otra muy sabrosa sorpresa de aquel lugar donde los niños juegan durante horas en la arena y saltan las suaves olas del Río de la Plata. Al ser un día festivo, mi padre tenía libre y decidió que fuésemos hasta la playa del Buceo que era la menos alejada de nuestro domicilio.
DÍAS DE PLAYA
Nunca había visto tal cantidad de sombrillas en una playa que tenía forma de hoz y con rocas que la separaban de Malvín (al este) y del edificio del Museo Oceanográfico (al oeste). Enseguida encontré un amigo para jugar. Hicimos varios pozos de distintas profundidades y a cierta distancia del mar para que se llenasen con las sucesivas olas por medio de un canal que llegaba hasta donde la arena comenzaba a humedecerse.
El 8 de diciembre allí es el “Día de las Playas”, nunca vi tantas sombrillas.
Alrededor de las seis de la tarde, mi madre me llama para que vaya a merendar. Me siento debajo de la sombrilla y me pongo a comer un “refuerzo” (así le llaman a los bocadillos) hecho con pan porteño. Recuerdo que sentí una gran alegría porque el sabor del fiambre del relleno (le decían mortadela) me hizo enamorar un poquito más de aquella tierra en la que los niños pueden elegir entre dulce de leche o mortadela, o mejor aún, ir alternando ya que no es fácil dejar uno por otro. Probé otras mortadelas, incluida alguna de Bolonia que dicen es donde se creó, pero la montevideana de “Cativelli” o de “Otonello” (mi madre no recuerda de cuál compraba) está por encima de cualquiera. A lo mejor soy muy subjetivo en mi apreciación, pero quizás el “toque” distintivo sea que en la elaboración del embutido se le agregue un poquito de carne vacuna, para mejorar notablemente el producto original.
No sé, pero cada día que pasa soy más hincha del acogedor país en el que nunca pagué un peso por cursar mis estudios primarios, secundarios y universitarios. Y ahora quiero gritar bien fuerte: ¡VIVA LA REPÚBLCIA ORIENTAL DEL URUGUAY! ¡VIVA LA PATRIA DE ARTIGAS!
(Manuel Suárez Suárez es doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad de Montevideo (Uruguay), y articulista y escritor).
SOBRE EL AUTOR
Manuel Suárez Suárez, ilustre galleguista y escritor, nuevo colaborador de PROPRONews
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