jueves, 28 marzo, 2024
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Sin rumbo ni esplendor

Cuando opté por dedicarme a la escritura y al periodismo, incluso cuando tiempo después arraigué mi ánimo en el culto por la historia cultural, equivoqué mi rumbo

Cuando me concedan el Premio Cervantes [es decir, nunca], no esperaré que docenas de cientos de personas se echen a la calle para ensalzar a gritos mis supuestas excelencias, con voces cacofónicas ahogadas por las cornetas y los claxon; ni que el alcalde de mi ciudad me honre con su audiencia y agasajo. No lo harán. La algazara es fiesta reservada a personas notorias o prestigiadas, y yo no lo seré. Incluso cuando Estocolmo me honre con el Nobel [nunca, es decir], no supondré vítores multitudinarios ni celebraciones oficiales en salón del consistorio. Las letras y los signos no son cosa de este siglo de tinieblas, no levantan fervores populares ni conmueven las entrañas de la clase política, lo sé desde hace años. Cuando opté por dedicarme a la escritura y al periodismo, incluso cuando tiempo después arraigué mi ánimo en el culto por la historia cultural, equivoqué mi rumbo. Yo tendría que haber sido cantante de OT para ocupar ‘couchés’ o participante en espectáculos basura, o murmurador en los ‘reality show’, o calumniador profesional. O aún mejor, deportista de élite. Puesto a ello, futbolista de primera y petimetre. Eso limpia, fija y da esplendor [que no la Lengua, vetusta Academia].

Gregorio González Perlado
Gregorio González Perlado

Pues cuando era adolescente saboreaba con arrebato la afición por el fútbol. Incluso con mis trece o catorce años, cumplidos uno a uno, acostumbraba a acudir al estadio Bernabéu para disfrutar sinceramente, vestido de mayor, corbata y abrigo de tres cuartos. Pero alcancé la juventud y con ella la pluma de tinta negra y los cuadernos Enri con tapas de cartón. Al escribir los primeros renglones torcidos supe por el arcángel Lucifer que mi suerte estaba echada. Y mi condena. No regresaría los domingos al estadio ni al televisor en blanco y negro, no jalearía a once hombres vestidos con limpios uniformes y de corto, como niños, mientras yo me cubría con prendas de mayor. Y así sucedió. Merced a una anunciación diabólica me convertí en un ‘clochard’ [en esencia, sin brillante porvenir] y abandoné para siempre la corbata. Sin mí como animador inmaculado, el fútbol comenzó a transmutarse. Con prisas, pero sin pausas, pasó de ser un deporte sin peligro ni pugnas desbocadas, a un negocio sin doctrina, un fenómeno insolidario en el que tanto tienes si tantos millones de euros vales, un destructor de voluntades. Sin mí como seguidor, el arcángel Lucifer actuó a cielo abierto. Todavía me siento responsable.


El mundo que hemos conocido e incluso el que edificamos con furor y sin paciencia, se desmoronó, quién sabe cómo, aunque comprendamos por qué.


SERES DE BARRO

Han pasado los años. Dejamos atrás un siglo y horadamos otro milenio para sumirnos en las tinieblas y en las brumas oceánicas. El mundo que hemos conocido e incluso el que edificamos con furor y sin paciencia, se desmoronó, quién sabe cómo, aunque comprendamos por qué. Supongamos, sin embargo, que el final de esta desventura bien sería el previsto por Pierre Boulle en su novela El planeta de los simios [como quedó expuesto gráficamente en mi artículo anterior]: que el coronel George Taylor, viajero involuntario del futuro y esclavizado en el presente por seres inferiores en el pasado, comprendiese la ruindad de su especie al descubrir bajo la arena de la playa los restos del símbolo supremo de su civilización: la estatua de la Libertad.


En busca de apoyo y de consejo, los gobiernos ‘civilizados’ acuden a los que han provocado el cataclismo.


Nos hemos roto rápidamente. Acaso seamos de barro, no de porcelana. Cada día que se apaga en este planeta, miles de personas pierden [para siempre, quizás] su puesto de trabajo y, al cabo, su sustento material; otras tantas procuran escapar de la hambruna y la desolación en los países africanos, aquellos que antes nosotros habíamos esquilmado. Pero millones de seres humanos extraviamos entre tanto la mirada, desposeídos ya de conciencia y de moral. Los gobiernos del mundo ‘civilizado’ miden sus medidas sin mesura, estrechan cintos, convocan a concilio a los eminentes banqueros, echan mano de economistas y de ‘brokers’ para que, unidos, froten con vehemencia la lámpara de Aladino y el genio de humo les salve de la quema. ¡En busca de apoyo y de consejo, los gobiernos ‘civilizados’ acuden a los que han provocado el cataclismo! Esperada paradoja. Por eso la penuria sigue creciendo como la maleza en campo de otro.

Y sin embargo, de este tenebroso panorama parece salvarse justamente la fiebre por lo banal, por lo que un día fue deporte y hoy es transacción y desmesura, sólo eso. Exageración pertrechada por cientos de miles de seres humanos cuya voz domina a su intelecto. Soterrada también por dirigentes del fútbol como antideporte, o por aspirantes a volver al Olimpo de la nada. Cuando leo que un poderosísimo empresario, de apellido Pérez, ha dispuesto este año un gasto de más de 300 millones de euros [50.000 millones de las extintas pesetas] para fichar a estrellas rutilantes y ‘desfichar’ a astros que se apagan o no lucen, se enoja mi conciencia. El arcángel Lucifer ha sido eficaz en su faena. Y yo aquí, sin rumbo ni esplendor.

(Gregorio González Perlado es periodista y escritor).

SOBRE EL AUTOR

Gregorio González Perlado, un gran periodista y poeta, se incorpora al equipo

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