sábado, 20 abril, 2024
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Honor y Gloria

Para Alejandro Amenábar y Karra Elejalde, con Honor y Gloria para su película ‘Mientras dure la guerra’, con la que mi padre habría sido feliz.

Y hoy, con toda mi tristeza, para Antonio Franco Domínguez, que ya no me leerá.

Gregorio González Perlado
Gregorio González Perlado

Tuve la fortuna de aprender a existir junto a un padre vivo. Hombre con fe en el hombre, de izquierdas y machadiano (“En el buen sentido de la palabra, bueno”), dedicó su juventud a la República y fue, durante los escasos años que duró aquel sueño de libertad, un ser comprometido con la idea, cercano a Manuel Azaña, un colaborador infatigable hasta el fin de la quimera. Acaso por su bonhomía, quizás por su generosidad republicana, mi padre fue encarcelado por las hordas golpistas en 1939. Apresado y reiteradamente torturado, nunca abjuró ni delató. Dos veces cavó su propia tumba, aunque otras tantas escapó de un disparo en la sien. No así de las secuelas del horror, que acostumbró a relatarme hasta el fin de su existencia, pues si tuve la fortuna de aprender a existir junto a un padre vivo, aún mayor fue la de poder acompañar a este hombre honesto, sensible y lúcido que, hasta los 98 años de su vida, recordó, no olvidó y no perdonó. ¿Por qué debería haberlo hecho?

Desde hace años tengo la sospecha fundada de que cuantos españoles continúan oponiéndose vox en grito a la ley de la memoria histórica, de que cuantos vienen rechazando la apertura de fosas comunes donde están enterrados tantos esqueletos inocentes, asesinados en y tras la guerra incivil, no tienen compasión y son seres de otro mundo. La sospecha, también, de que ninguno de los detractores es hijo de un acribillado por los fusiles del alba, como lo fueron tantos miles de ciudadanos indefensos. ¿Cómo, si no, podría entenderse su postura zafia, obstinada, bruta, cerril, en suma? Argumentan que la ley es hija del resentimiento y que la búsqueda de fosas anónimas levanta rencores que los años habían llevado al olvido. Pero la verdad nunca es una herencia del rencor. Y el olvido todo lo avasalla, cuanto de bueno tuvimos, cuanto de malo hicimos. Ahora que volvemos a ser libres, afrontemos la historia verdadera, no olvidemos.


Desde hace años tengo la sospecha fundada de que cuantos continúan oponiéndose vox en grito a la apertura de fosas comunes donde están tantos asesinados en y tras la guerra incivil, no tienen compasión y son seres de otro mundo.


No olvidemos que, según narra un aspecto de la historia y nos recuerda Amenábar, un ser tan inhumano como José Millán Astray (¡ah!, Eduard Fernández), cruel hasta el delirio, pretendió destruir a la buena intelectualidad española a golpe de pistola: El 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, Millán grito a Unamuno: “¡Muera la inteligencia!”, a lo que cuentan que el poeta franquista José María Pemán respondió: “¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!”, en clara alusión a Unamuno (inefable Elejalde). Tampoco debemos olvidar que otro general golpista, Emilio Mola, líder de la sublevación militar, pasó por la guerra como Atila por los campos, aunque por suerte murió pronto. Un sólo un día después de iniciar su ‘glorioso alzamiento’ ordenó a los suyos: “Hay que sembrar el terror (…), hay que dejar la sensación de dominio, eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”.

“EL TURBIO MULO MOLA”

Un intelectual tan comprometido con la verdad como el poeta Pablo Neruda convivió con la España republicana en los primeros meses de la guerra. Luego, desde el mar y como desde el destierro, escribió el libro ‘España en el corazón’. Ahí dedicó al general terrorífico y sin escrúpulos uno de sus más feroces poemas, titulado ‘Mola en los infiernos’: “Es arrastrado el turbio mulo Mola / de precipicio en precipicio eterno / y cómo va el náufrago de ola en ola, / desbaratado por azufre y cuerno, / cocido en cal y hiel y disimulo, / de antemano esperado en el infierno, / va el infernal mulato, el Mola mulo / definitivamente turbio y tierno / con llamas en la cola y en el culo”.


La verdad nunca es una herencia del rencor. Y el olvido todo lo avasalla, cuanto de bueno tuvimos, cuanto de malo hicimos. Afrontemos la historia verdadera, no olvidemos.


Por el servicio a aquella ‘patria’ (que nunca podrá ser la mía), por su fidelidad al horror y por la sangre derramada entre sus manos con sus armas, el dictador Francisco Franco otorgó a Emilio Mola, póstumamente, el título nobiliario de Duque de Mola con Grandeza de España. Para escarnio nacional y dolor de los hijos de las víctimas de la guerra, muchos años después, un ministro del PP renovó el título de Duque de Mola con Grandeza de España a los descendientes del general. Tan cierto como inconcebible.

Cuantos son hijos o nietos de aquellos que vencieron, pero no convencieron, cuantos durante los últimos ochenta años de la terca y turbia crónica española han tenido el ‘privilegio’ de existir sin antepasados exterminados por las hordas, de vivir sin ancestros sepultados en fosas anónimas o torturados hasta el techo del horror, ahora más que nunca se oponen a que la memoria tenga historia, a que se haga la luz e impere la ley. Porque ellos hoy no tienen que preguntar por unos antecesores arrasados por los fusiles del alba. Porque ellos nunca han formado parte del sangrante valle de los avasallados.

Y mi padre, un anciano honesto y lúcido, no lo comprendió durante sus 98 años de existencia. Porque mi padre tuvo para sí el recuerdo del terror, ni olvidó ni perdonó. ¿Por qué debería haberlo hecho?

(Gregorio González Perlado es periodista y escritor).

SOBRE EL AUTOR

Gregorio González Perlado, un gran periodista y poeta, se incorpora al equipo

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