viernes, 19 abril, 2024
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Nadie hablará de Europa cuando haya muerto

Pese a que seamos hijos de su sabiduría, de su gracia, Europa ya no es la patria de la razón ni el soporte del concepto. El Viejo Continente parece hoy preso de un funesto pretérito que hasta hace poco suponíamos desterrado

Las civilizaciones son unos entes cerrados que nacen, crecen, luchan por la supervivencia y mueren. Como las plantas, como los animales, como los que construimos las sociedades a partir del conocimiento y acabamos derivándolas hacia abismos de incultura, que provocan el exterminio de la razón. Las civilizaciones siguen un modelo cíclico de lucha constante entre lo estático y lo dinámico, entre los estados y los procesos. El filósofo y matemático alemán Oswald Spengler, una de los cerebros prestigiosos del siglo pasado, lo expresó razonablemente en su libro La decadencia de Occidente.

Gregorio González Perlado
Gregorio González Perlado

Europa fue la cuna de la antigüedad, incluso de la sociedad que todavía hemos conocido. Europa fue Occidente durante siglos y, por lo tanto, el paradigma de la sabiduría humana aplicada al florecimiento de las artes y el pensamiento. Fue patria del fundamento frente a la barbarie, la codicia y la rapiña. Generó los códices y la imprenta, las obras de arte y las teorías filosóficas. Hoy constan en los libros de historia. Pero hoy son sólo eso, parte de la Historia. Pese a que los de este pequeño continente seamos hijos de su sabiduría, de su gracia, Europa ya no es [acaso desde hace muchos, muchos años] la patria de la razón ni el soporte del concepto.

La civilización europea nació, creció, dispuso la inteligencia en beneficio de su lucha por sobrevivir, pero agonizó en medio de la nada. Una nada irracional que arribó a puerto desde engañosos paraísos de fútil prosperidad y guerra fría. Porque entonces Europa modificó sus modos y sus formas, los idiomas y su historia. Y así quedó, herida de muerte, perdida en la batalla sin apresar al enemigo. Y así continúa. Extraviada la moral, roto el espíritu naciente o renaciente merced al que produjo inventos que unieron a los pueblos, cultivaron mentes, comunicaron comportamientos decentes y aplicaron el desarrollo a justificar el sentido de la existencia con la dignidad como estandarte, y sin usura.


Los de hoy quizás seamos los restos de una estirpe iluminada, aquella que nos legó la razón y el humanismo, antepuestos al desenfreno consumista, a la economía de mercado.


Con la misma desazón que en la sobrecogedora película de Agustín Díaz Yanes, os transmito mi temor: que nadie hablará de Europa cuando haya muerto. Los que hoy la hollamos quizás seamos los restos de una estirpe iluminada, de aquella que nos legó la razón y el humanismo, antepuestos al desenfreno consumista, a la economía de mercado, al préstamo oscuro, al desarrollo material en perjuicio del espíritu, que arribó a puerto desde engañosos paraísos de fútil prosperidad.

Apresados todos por lo perecedero, enfrascados en domésticos debates, muchos incluso imposibilitados para la dialéctica, nuestros políticos continentales se han aprestado desde hace unos años en intentar convencernos de que Europa existe. Incluso de que nuestros bisnietos no sólo hablarán de ella cuando hayamos muerto, sino que la gozarán en su prosperidad, en la unión de culturas, en la globalización inmaterial. Si resultase exacta la teoría de las civilizaciones cíclicas expresada por Spengler [nacer, crecer, luchar por la supervivencia, morir. Renacer, crecer, luchar…], yo estaría dispuesto a confiar en ellos, porque mis bisnietos volverían a ser propietarios de su cultura. Pero yo, como ser humano, sólo diviso el horizonte. Jamás lo alcanzo.


La derecha ultra empieza a ganar espacios norte a sur de nuestros países, a convertir a Europa en una tierra aprisionada por la desazón de los justos y la insolidaridad de los odiosos desaforados.


A DERECHA E IZQUIERDA

El Viejo Continente parece hoy preso de un funesto pretérito que hasta hace poco suponíamos desterrado. Las fútiles barbaridades de la derecha ultra que empieza a ganar espacios norte a sur de nuestros países, lo empiezan a convertir en un vasto terreno aprisionado por la desazón de los justos y la insolidaridad de los odiosos desaforados. La derecha tramontana ocupa ya las cavidades reservadas hasta ahora al raciocinio. La izquierda (si aún lo es) parecería obligada a dar respuesta y a actuar, pero se muestra pusilánime. He ahí la trampa de aquellos fenicios que dicen creer en el antiguo Occidente, pero lo mencionan en beneficio residual de su propio beneficio. La trampa en la que no habrían de caer aquellos de la izquierda (si aún lo es) que tengan la certeza de que el renacer de Europa es posible desde la cultura de los pueblos, nunca desde la incultura mercantil e inmisericorde que rechaza y expulsa a seres de otras razas y otras lindes, la cerril ignorancia que ha llevado a la agonía a este viejísimo continente, y al desaprecio del Imperio dominante en esta vasta y antigua tierra desde la Segunda Guerra Mundial. Un descrédito que ha posibilitado la actual crisis planetaria, como consecuencia del extravío de los méritos que hicieron de Europa la patria del humanismo.

Abandonad las armas de destrucción casera, fenicios contemporáneos; vosotros, ciudadanos sensibles, abandonad la mansedumbre. Habréis de saber lo que fue Europa, pero lo que puede llegar a dejar de ser cuando hayamos muerto. Sabed lo que fuisteis hasta que mordisteis la manzana en los engañosos paraísos. Y creedlo, trasuntos de la derecha nacional; Europa no es y nunca fue ‘una, grande y libre’, pero vosotros os empeñáis en travestirla.

(Gregorio González Perlado es periodista y escritor).

SOBRE EL AUTOR

Gregorio González Perlado, un gran periodista y poeta, se incorpora al equipo

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