viernes, 26 abril, 2024
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El horizonte es breve

Desde uno de los ventanales de la habitación donde ahora escribo, observo un terreno verde y arbolado. Más allá, un pequeño edificio sin historia, y otro a su derecha con la misma esencia. Ante ellos existe la luz de una tarde invernal. Gracias al breve espacio consentido, a la travesía que los separa y los distancia, diviso un amplio fragmento del paisaje montañoso, limpio con la lluvia y sin lindes. Pero mi vista no alcanza más allá desde este ventanal. No le está permitido.

Gregorio González Perlado
Gregorio González Perlado

Éste es mi mundo cotidiano, mi alborada y mi crepúsculo. Y en él acepto el fin de los días, el curso de los meses y la transición de los años. Ahora en que escribo, admito el desenlace: este tiempo sumido en la confusión y falsedades permite el paso de las calendas sin augurar veredas diferentes para el ser humano. Desde esta luminosa estancia en que me encuentro, el horizonte es limpio. Lejano siempre, también inabarcable.

Los seres humanos hemos aprendido a no observar. Transitamos por las fechas como el renacuajo en una alberca: con pequeños saltos sobre el agua, ajenos al espacio artificial que nos hospeda y, al cabo, conformados. Por eso nuestra vista no alcanza ya más allá de la charca, ni advertimos. Y sin embargo sostenemos la costumbre de festejar el paso del tiempo, de emborrachar nuestras miradas, incluso todavía de cruzar abrazos en la última noche de cada año, creyendo que lo por venir no será igual que lo sucedido.

Hemos aprendido a no atisbar el horizonte, nos hemos ejercitado en el olvido de lo que fue y de cuanto supimos, desapreciamos experiencias, atravesamos los días con lo puesto, estrictamente, y en muy escasas ocasiones volvemos la vista hacia el pretérito para aprender de lo que hemos hecho. Habitamos un tiempo anodino e injusto en el que cultivarse con lo que fuimos e hicimos es empresa reservada a anacoretas, y reflexionar en lo que nos espera resulta intrincado por falta de costumbre en el discurso o simplemente por carencia de interés en nuestra historia.


Los seres humanos hemos aprendido a no observar. Transitamos por las fechas como el renacuajo en una alberca: con pequeños saltos sobre el agua, ajenos al espacio artificial que nos hospeda.


Con estos escuálidos mimbres hacemos el cesto cada día. Lo hemos ocupado año tras año medio ocultos o una pizca alzados a la luz. Un mes se marcha y llega otro como si nada, a cambio de casi nada: el privilegio del trabajo para quienes han podido poseerlo, la llegada al hogar cuando la noche ya ha abierto sus puertas, una cena en familia o en soledad -por descontado-, el sofá recogedor, la pantalla pequeña, el programa que nos anima a no pensar, no leer, no hablar, no recordar, y un lecho tibio en el que soñar. Pues hoy vivimos porque soñamos. No a la inversa. Nuestra existencia pretende justificarse consigo misma cada madrugada, pero no somos capaces de penetrar en los sueños porque, al despertar, apenas recordamos que en ellos fuimos libres, ni podemos narrar las imágenes acontecidas. Conocemos paisajes, ciudades y puertos anónimos que la memoria, por la mañana, no retiene. Vivimos porque soñamos, pero somos incapaces de aprender de ellos, porque al amanecer todos se derraman como el óleo sobre la impermeabilidad del mármol.

AÑOS DE FLUJOS Y REFLUJOS

Despiertos, regresamos. Siempre volvemos al centro del círculo en el que existimos. Y a ese regreso al punto más distante de nuestros límites le denominamos crepúsculo. Porque es el tiempo que expira, el desnaturalizado conjunto de una jornada exactamente igual que la anterior, mes a mes de ese calendario gregoriano que se compuso hace cerca de 450 años para organizar al ser humano y procurarle la conciencia de su finitud. Para delimitarle. Tantos años de flujos y reflujos, de viajes imposibles y de estancias permanentes para, al cabo, recalar en el núcleo del redondel en que habitamos, mirarnos al ombligo y emprender la marcha sin que apenas tengamos conciencia del pretérito; para errar al suponer que hemos iniciado otro día y que es nuevo, es decir, distinto al otro.


Siempre volvemos al centro del círculo en el que existimos. Y a ese regreso al punto más distante de nuestros límites le denominamos crepúsculo. Porque es el tiempo que expira.


Sin embargo, como la materia, los años no se crean ni se destruyen, simplemente se transforman. Convertidos en dígitos que se incorporan a nuestras entrañas, valen para lo que sirven, es decir, para que envejezcamos con ellos, poco más.

Como era previsible, otro día se irá dentro de pocas horas. Así habrá sido cuando usted lea lo que yo escribo ahora, en las últimas horas de una tarde silenciosa y en la habitación con ventanales desde los que todavía diviso un fragmento del paisaje, verde con la lluvia. Desde donde observo y callo. En esta acogedora estancia el horizonte es breve, no así el tiempo, que se dilata entre los anaqueles y las plumas sin tener conciencia del decurso de los años gregorianos. La eternidad del instante.

(Gregorio González Perlado es periodista y escritor).

SOBRE EL AUTOR

Gregorio González Perlado, un gran periodista y poeta, se incorpora al equipo

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