lunes, 2 diciembre, 2024
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66º Festival de Mérida: una edición mediocre montada con calzador

La 66 Edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, recién clausurada, se ha visto, en verdad, diferente este año, al haber ofrecido una programación de forma reducida, por las circunstancias de la nueva realidad que imponía la pandemia vírica en los meses claves de su organización. Pero también lo digo con toda franqueza- ha sido una edición mediocre montada con calzador, en la que, además, el último montaje, la «Penélope» producida por Pentación, la empresa de Cimarro, ha gozado de los privilegios del mayor presupuesto, las mejores fechas y la ampliación de las representaciones un día más, ventajas de las que han carecido los otros cuatro espectáculos.

José Manuel Villafaina Muñoz.
José Manuel Villafaina Muñoz.

Mi opinión, claro está, es contraria a la de los organizadores, que, desde sus instancias de poder, el director vasco/madrileño Jesús Cimarro y el presidente de la Junta Fernández Vara (portavoz del Patronato) se empeñan, según sus declaraciones públicas -en rueda de prensa-, de que este año el Festival, muy complicado por los riesgos sanitarios existidos, ha sido todo un triunfo. Y una vez más, en las creencias de Cimarro y Vara (y seguramente de la consejera de cultura Nuria Flores que aquí también aparece como figura decorativa) salta a la vista el obsesionante balance institucional -de cifras maquilladas sobre el público y un presupuesto nada claro-, hastiado de triunfalismo, artimaña, demagogia y aire de suficiencia sin pudor, que levanta desconfianzas, tanto culturales como económicas, porque no se corresponde con la realidad organizativa que hemos vivido, ni con el valor absoluto de la cultura.


El Festival levanta desconfianzas tanto culturales como económicas y no se corresponde con la realidad organizativa que hemos vivido ni con el valor absoluto de la cultura.


De tal manera, el primero, ha señalado en su discurso que en las circunstancias adversas que se ha celebrado el evento -criticado en las medidas sanitarias y de distanciamiento- “la cultura ha vencido a los contratiempos”; y que la organización ha sido “un ejemplo para que la cultura tenga que seguir viva y en los lugares que le corresponden”. El segundo, expresó que “en tiempos de coronavirus se pueden hacer cosas bien”; y que cuando se escriba la historia del Festival habrá que dedicar un capítulo aparte, porque “aquí no estaba en juego una marca, sino la cultura”. En ambos, se observa campanudamente -por la reiterada utilización de la palabra “cultura”- que esta corta edición del Festival ha sido un éxito cultural. Pero tales argumentos, de uno y otro, de tan pomposa y presuntuosa palabrería, dejan mucho que desear ante las pruebas de incompetencia sufridas por el evento, tanto en la organización como en la propuesta y resultado cultural.

FALLOS EN LA INAUGURACIÓN

En lo primero, hubo fallos el día de la inauguración, ya que fue un auténtico caos la distribución del público, lo que originó cientos de protestas en los medios y en las redes sociales. Aforos que después fueron corregidos en los porcentajes de asistencia -bajando del 75% al 50%-, pero que seguían sin resolver el problema de la disposición fija de los asientos en las gradas del Teatro Romano, que no permitía la distancia del metro y medio con los espectadores de delante y de atrás, que sólo era de medio metro. Esto también originó protestas a lo largo del mes, que no han sido “críticas gratuitas” -como apuntó Cimarro-, sino responsables. Gratuito puede ser el haber cantado victoria diciendo alegremente que nadie se ha contagiado, pues eso es difícil de saber, aunque sepamos que en este mes del Festival se han disparado los contagios tanto en Extremadura como en el país (al Festival asisten personas procedentes de muchos lugares).


El día de la inauguración fue un auténtico caos la distribución del público, lo que originó cientos de protestas en los medios y en las redes.


En lo segundo, el Festival pasará a la historia como un evento precipitado, chapucero e inextricable, por los intereses del empresario vasco/madrileño, que es el mayor beneficiario (como ya había anticipado en este medio, en los artículos: Cimarro, principal beneficiario del Festival de Mérida, su gallina de los huevos de oro y El Festival de Teatro ¿Clásico? de Mérida 2020, otro fraude), a causa de los tejemanejes en las producciones que han estado organizadas a su conveniencia y que atañen directamente al negocio (su espectáculo de Pentación se prorrogó descaradamente un día más), al seguir considerado las artes escénicas mayormente como una industria del entretenimiento dirigida a un público tragaderas (atraído más por el “famoseo patrio”). Un Festival que, además, decepciona en su programación, por no haber valorado, una vez más, el hecho dramático grecolatino de las grandes tragedias y comedias. De los cinco espectáculos de Mérida sólo se ha representado una obra de Plauto. Las cuatro restantes, aunque apoyadas en temas grecolatinos, son de autores de otras épocas –Gaitán, Moliere, Muñoz Sanz y Mira– que, por ser mayoría, desorientan en la programación y alejan al Festival del mundo clásico grecolatino que es su seña de identidad.

Fernández Vara y Cimarro hicieron un balance triunfalista, como siempre. JUNTAEX
Fernández Vara y Cimarro hicieron un balance triunfalista, como siempre. JUNTAEX

CALIDAD MEDIOCRE

Pero lo peor está en la mediocre calidad de la mayoría de los espectáculos a los que se les ha notado la falta de ensayos. Sobre todo en las dos primeras obras, de Gaitán y Moliere, presentadas en julio. Que fueron producciones incluidas apresuradamente ese mes, por querer sacar Cimarro mayor tajada del presupuesto asignado al Festival. La primera obra, realizada con un elenco de Madrid, Extremadura y México, sin haber podido reunirse debidamente por las restricciones sanitarias, escasamente tuvo un mes de ensayo. La segunda, urdida para la explotación de representaciones en giras, se jactaba -según declaraciones de su actor/empresario Pepón Nieto– de que habían hecho el “milagro” de sacar la obra adelante “con dos semanas de ensayo cuando necesitaban tres meses”.

Es verdad que los artistas y técnicos de las obras han hecho lo posible por hacer bien su labor (tenían necesidad de trabajar y aceptaron el disparatado reto). Y algunas, como La comedia de la cestita -que ha sido el mejor espectáculo- y Cayo Cesar, no han decepcionado. Pero igualmente han sido verdad los muchos fallos cometidos en los espectáculos. Por lo que creo que la palabra “cultura” está siendo mal utilizada por los organizadores en sus declaraciones. Se hace verdadera cultura cuando no se busca lo mercantil más que lo cultural y que las obras estén mostradas con calidad artística en sus contenidos y formas dramáticas. Porque si no, sólo es ocio, o pan y circo, hechos vulgares y reaccionarios de la cultura.


Salta a la vista el obsesionante balance institucional, de cifras maquilladas sobre el público y un presupuesto nada claro.


Y por todo ello, este Festival también -para el exégeta y lector perspicaz- pasará a la historia glosando la ridiculez de las declaraciones de la rueda de prensa y la zoquetería cultural de Vara y sus acólitos que han permitido, con la gestión de Cimarro -de enredos y chanchullos-, que Extremadura continúe siendo la última colonia teatral del país.

Tengo que decir, que lo mejor del Festival este año ha estado en sus extensiones (en Medellín, Regina y Cáparra), donde la programación -de obras ya representadas en otros lugares- ha sido de mejor calidad que las de Mérida. Los espectáculos andaluces Elektra 25 y Clitemnestra podían haberse representado en el Teatro Romano dignamente. Y tengo que hacer una mención grata del pasacalles Hermes y el vigía de 100 ojos, basado en el mito de la ninfa Io, de la compañía cacereña Z Teatro, dirigida por Javier Uriarte, de vistosa animación circense por las calles de Mérida, con espléndidas actuaciones de todo el elenco.

Fernando Cayo en Antígona. JUNTAEX
Fernando Cayo en Antígona. JUNTAEX

“ANTÍGONA” de David Gaitán

Con una “ceremonia especial”, de fatigosas precauciones obligadas por el control de la pandemia -que fueron de mucho riesgo por la afluencia de 2.250 espectadores- y por la asistencia de la Familia Real, se inauguró la 66 edición del Festival con el espectáculo -estrenado ya en México en 2015- sobre el mito de “Antígona”, del dramaturgo y director mexicano David Gaitán, producido para el evento emeritense, con artistas españoles, por la compañía extremeña El Desván (de Domingo Cruz) y el Teatro Español de Madrid.

En la extensa polifonía de Antígonas contemporáneas -europeas y latinoamericanas del siglo XX y de estos 20 años-, el conflicto de la tragedia de Sófocles fue recogido por importantes dramaturgos (Anouilh, Brecht, Espríu, Marechal, Gambaro, el extremeño Murillo…) que elaboran una recreación del tema centrando el debate, agudamente, sobre la necesidad o el derecho a la desobediencia frente a las decisiones arbitrarias del Estado. El desafío entre Antígona (protagonista de sublimación) y Creonte (protagonista de destrucción) sobre dos leyes de distinto orden, la divina y la humana, propuesta en su tragedia por el poeta griego de Colono en el agón antiguo, está subvertido por estos autores -que asimismo abrevian el majestuoso lirismo y un aura atávica de los personajes- para situarnos en una dimensión cotidiana de condiciones estéticas e históricas cuyo sentido, como lo afirma Hans R. Jauss, no es concebido tan solo como sustancia intemporal sino “como totalidad constituida en la historia misma”.


Cimarro sigue considerado las artes escénicas como una industria del entretenimiento dirigida a un público tragaderas, atraído por el “famoseo patrio”.


En consecuencia, el sentido moral de la tragedia clásica de esa dicotomía entre leyes divinas y humanas -donde Antígona es símbolo de dignidad y fortaleza- no está expresado ya en los textos de estos dramaturgos contemporáneos en la transposición de los valores y las pasiones a la imagen del mundo de su tiempo. Así, citando algunos de los impactos más decisivos y referenciales de esta visión, está el texto del francés J. Anouilh, escrito en 1944, durante la ocupación alemana de Francia, entendiéndose la lectura de la rebelión de la heroína como una alegoría de la resistencia y el existencialismo; y el texto del alemán B. Brecht, que en su Antígona -donde es fácil adivinar que Alemania se esconde detrás de Tebas y la figura de Hitler– refleja un profundo rechazo a la guerra, desde un punto de vista dialéctico y condicionado por su idea del “distanciamiento”. La “Antígona” de Gaitán, uno de los autores y directores jóvenes más destacados de la escena mexicana actual, aterriza en el Teatro Romano para reflexionar sobre la democracia, la justicia, la complejidad de gobernar, la desobediencia civil y cómo se articula esta tanto a nivel lingüístico como pragmático. Para ello, se inspira en Anouilh y Brecht, pero teniendo en cuenta -para dotar su obra de una visión personal que apunte tanto al alma como a la cabeza- aquello que dijo el escritor G. Steiner: “Creo que sólo a un texto literario le ha sido dado expresar todas las constantes principales de conflicto propias de la condición de hombre. Ese texto es “Antígona”.

Su proceso de creación parte de un suceso de 2014 en el que desaparecieron 43 estudiantes en la región de Guerrero, que se convirtió en el mayor escándalo de seguridad pública que el presidente mexicano Enrique Peña enfrentó durante su gobierno. Fue un encargo de la universidad mexicana (UNAM) cuya propuesta finalmente se decantó por experimentar desde la política, sociología y filosofía un disperso pero ingenioso juego “melodramático” de debate entre la razón y el poder, en el marco de un juicio diseñado y mediado por la sabiduría (un personaje nuevo que introduce), que combata la tendencia maniquea a entender la vida de “buenos y malos” y arroje un pathos de nuestro tiempo. El texto, destaca por su gran capacidad dialéctica y brillantez de sus diálogos. Y por la originalidad de su forma dramática -que rompe cánones aristotélicos- al estar estructurada con episodios, acontecimientos y retablillos de pasajes del mito clásico a modo de máquina del tiempo, mostrando los personajes trágicos como “de andar por casa” (toda una categoría aparte del melodrama de pijama y calzoncillo en la escala de la solemnidad dramática).

Sin embargo, en la puesta en escena de Gaitán se notan disparidades de calidad, atribuibles a la falta de ensayos de la compañía, algo que se veía venir por las dificultades organizativas del Festival. El complejo espectáculo, que no decepciona en su conjunto (más bien gusta, sobre todo a 60 actores figurantes situados entre el público haciendo la claqué), está todavía lejos de alcanzar ese crédito artístico de ingenio “melodramático” de la obra escrita. El director mexicano maneja bien la dirección de actores y su distribución estética a lo largo y ancho de una escenografía elíptica (de Diego Ramos) que permite mucho juego, evitando en lo posible los contactos físicos, pero con lagunas en el ritmo y la atmósfera expresiva de ese mundo de confrontaciones que agita a los personajes. Y con fallos varios, como las escenas precipitadas en un teatrillo portátil que no permiten la visión desde parte de las gradas laterales, o como en la intervención -embarullada y de desaliño oral- de los actores figurantes del coro y gente del pueblo, en la lapidación de Creonte al final de la obra (antiestética, casi de colegio), que no dignifica un resultado final más convincente y elogioso.

En la interpretación, hay que valorar el tremendo esfuerzo del elenco –Irene Arcos (Antígona), Fernando Cayo (Creonte), Clara Sanchís (Sabiduría), Isabel Moreno (Ismene), Jorge Mayor (Hemón) y Elías González (Guardia)- que cumplen tratando de sacar adelante la función. Pero únicamente sobresale Cayo, soberbio, componiendo histriónicamente la ironía melodramática con lo mejor de sus gestos, movimientos, declamación y dominio del espacio escénico.

"Anfitrión". Y dicen que esto es teatro clásico grecolatino. JUNTAEX
«Anfitrión». Y dicen que esto es teatro clásico grecolatino. JUNTAEX

“ANFITRIÓN” de Molière

Continuó el Festival con la comedia “Anfitrión”, del francés Molière, versionada y dirigida por el dramaturgo andaluz Juan Carlos Rubio, y representada para el evento emeritense por Mixtolobo (de Pepón Nieto), compañía que sigue ofreciendo, en coproducción con el Festival, determinados espectáculos comerciales de estilos que, aunque tengan éxito -no cultural sino de ocio, despojan al festival de auténtica personalidad grecolatina y engañan o desconciertan a ese público poco exigente, que solo distingue el entretenimiento (¿Qué pinta un Molière en este Festival grecolatino, teniendo Extremadura un Festival de Teatro del Siglo de Oro?, podrían cuestionarse los responsables culturales del Patronato del Festival).

Se sabe que los textos dramáticos, desde hace tiempo, han sido removidos del lugar que ocuparon por procesos varios de versiones y adaptaciones escénicas de dramaturgos, directores y empresarios. En los espectáculos resultantes de sus experimentos, lógicamente ha influido su intencionalidad cultural y comercial. En el “Anfitrión” de Rubio, que mantiene la trama de Molière tomada de la más jocosa y resonante comedia latina de Plauto -inspiradora de muchas versiones, por el acertado tono dramático altamente revelador de estilos que van desde la farsa didáctica hasta la comedia vodevilesca- hay un planteamiento “cultural” de juego de magia circense (ay, el carromato de cómicos de la escenografía) al que se le ve el conejo de maña comercial debajo del sombrero. Es un juego de suplantación que en el espectáculo, de aparente modernidad, se nota como se desvirtúa en sus rasgos más característicos los contenidos y formas, bajando la guardia de un teatro de crítica de ciertas realidades sociales en un tema de identidades que plantean los dos textos clásicos.


Lo mejor del Festival este año ha estado en sus extensiones en Medellín, Regina y Cáparra, donde la programación ha sido de mejor calidad que las de Mérida.


Tan es así, en cuanto al contenido, que la sátira social del francés se sirvió de la mitología para criticar ingeniosamente a su rey Luis XIV, muy afecto a compartir la cama con las mujeres de los marqueses que formaban parte de su corte. En la versión del andaluz se cuenta el argumento de Plauto de dioses clásicos que enamoran a humanos con lo más trillado: las pasiones y los odios, las infidelidades y los deseos, a través de una pretendida “comedia amable”. Todo desde un texto precipitado -de encargo- al que no se le ocurrió una idea con más enjundia y novedosa, como por ejemplo, la de cuestionar al rey motorista y cazador que hemos tenido en España, terror de muchas damas de la aristocracia y artistas conocidas, que es un tema de actualidad. Y aunque se ve en la obra ligeramente la intención de querer hablarnos de la desigualdad entre mujeres y hombres en el mundo de hoy (un bofetón al dios Júpiter por la humana Alcmena resume esta idea) el tema no está desarrollado debidamente. En el desenlace final persiste la idea de los dos clásicos, que nos hace pen­sar que al poderoso le está todo permitido y lo más aconsejable en semejantes asuntos es hacer la vista gorda. En cuanto a la forma, tanto las variedades de la farsa plautina, como la estructura de la comedia de salón, con los refinados diálogos del autor francés que acomoda al gusto imperante de la Francia de mediados del XVII, han derivado en la versión de Rubio a una vulgar comedia vodevilesca.

El montaje, sigue las pautas de esta compañía vistas en sus anteriores montajes comerciales representados en Mérida (“El eunuco” y “La comedia de las mentiras”), desplegando los rutinarios equívocos con más o menos creatividad, a ritmo trepidante -en un incongruente espacio circense con pocos malabarismos, en el que sobresale la atractiva escenografía de un desvencijado carromato de los años 50, que es un pegote en el escenario romano-, donde las actuaciones se complementan con forzadas canciones y números de baile sin ton ni son y todo con el fin de entretener y divertir sin más.

En la interpretación, el elenco –Pepón Nieto (Sosias), Paco Tous (Mercurio), Fele Martínez (Anfitrión), Toni Acosta (Anfitrión), María Ordoñez (Tesala) y Daniel Muriel (Júpiter)- pese a que hay escenas, como el tedioso monólogo de Pepón Nieto al principio del espectáculo, en general cumple bien en sus diálogos y gags de humor frívolo, desdoblándose en los roles propuestos, aunque por momentos se note cierta falta de ensayos y carguen el juego de ese lenguaje grueso y con resabio de frases y gestos que “hacen” gracia.

En fin, el resultado de este “Anfitrión” de Molière (con algunos toques de “El misántropo”) es el de una versión de comedia vodevilesca ligera, descafeinada, “laigh” (como me apuntó una espectadora americana sentada a mi lado), característica de una compañía que en el Teatro Romano -y en giras comerciales posteriores- está acostumbra a montar, con actores colmados no de humor inteligente sino de comicidad celtibérica en bruto, que funciona muy bien en una mayoría de público que asiste y aplaude seducido por el “famoseo” de los artistas televisivos.

“LA COMEDIA DE LA CESTITA” de Plauto

El tercer espectáculo estrenado fue: La comedia de la cestita, versión libre de Pilar G. Almansa sobre La cestita (o Cestellaria) de Plauto, una obra nunca antes representada en el evento clásico emeritense, realizada por la compañía andaluza GNP Producciones / Clásicos Contemporáneos, en coproducción con el Festival.

La cestita, es una comedia primeriza pero maestra de Plauto -estrenada en torno al año 203 antes de nuestra Era- que, a pesar de que nos ha lle­gado incompleta, está considerada como un excelente ejemplo de lo que la Comedia Latina (fábula Palliata, de ambiente y tema griego) le debe a los autores de la Comedia Nueva griega. La obra que está inspirada en Menandro, había su­gerido a Plauto una delicada repre­sentación de afectos humanos, aunque el ambiente principal sea el equívoco de las cortesanas, y los precedentes converjan hasta en una escena de violencia carnal.


La obra de Magüi Mira es una versión libérrima de la Odisea que oportunistamente trata de convertir a Penélope en un ejemplo de heroína, dentro de las corrientes feministas contemporáneas.


Sin embargo, La comedia de la cestita de la dramaturga G. Almansa -que parece conocer muy bien el teatro grecolatino- es una reescritura completa de la obra -inequívoca del argumento y sus personajes- en toda la atmósfera cultural y popular plautina, conservando el meollo de la obra del idealismo de los jóvenes enamorados –Selenia y Alcesimarco-, enfrentado al realismo de los adultos de amor y conveniencia, y a la corrupción social y moral de determinados personajes que se describen muy bien en cuanto a intereses bastardos -supuestamente mafiosos- en el tráfico de niños, que son los parámetros que enmarcan el motivo de la comedia del autor romano de Sarsina (Umbría). Pero que en la transposición que la autora hace al mundo de hoy -que se inspira mucho en Anfitrión y Los gemelos– enriquece el argumento con otras historias paralelas, sobre todo en la del mundo de los artistas de teatro, criticando sus vicios y tribulaciones, donde participa Plauto convertido -bastantes años después de su muerte- en personaje de su propia obra.

El planteamiento de la comedia de Pilar G. Almansa, que sitúa en el año 15 A.C. la acción, parte de un ensayo general de teatro de “Cestellaria” que realiza una compañía de cómicos en el mismo Teatro Romano de Mérida, porque va a ser inaugurado al día siguiente con ese espectáculo por el cónsul Marco Agripa, dando rienda suelta a una sucesión de irónicas escenas en la que se ven reflejadas muchas referencias y dobles sentidos -como los guiños anacrónicos a Mérida y a su teatro- que hacen todavía más vigente la representación. Una idea atractiva de broma extemporánea a la historia, que me recuerda a la planteada en Mérida con el espectáculo Golfus de Emérita Augusta, creación colectiva de Miguel Murillo, José L. Alonso de Santos, Ramón Ballesteros y este crítico, celebrando con imaginación -en el primer lustro de 1980, cuando se inicia el declarado Festival de hoy- los 2.000 años de la construcción del Teatro Romano.

La puesta en escena, de Pepe Quero (con la colaboración de Josu Eguskiza), domina muy bien ese lenguaje plautino farsesco en la estructura y técnica dramática, en el diseño con creatividad actual, casi payasesca, del concepto del equívoco, del personaje y de la situación, que siguen siendo el abecé del género, de la cómica latinidad que penetra también en la connotación sexual heredada no solo de las farsas atelanas, sino de sus progenitores del aristofanismo helénico. Ambos, logran un juego escénico animadísimo con los actores, las canciones y la música (en el excelente espacio sonoro de Santiago Martínez). Todo muy alocado pero regocijante, a un ritmo perfecto de relojería teatral. Sus puntos débiles son la floja escenografía y utilería, y algunos números de la coreografía (tal vez por la falta de ensayos), como resulta en el final del espectáculo, carente de ese chispazo último de genialidad, que hubiese resaltado las canciones dentro de un cóctel explosivo del brillante coro -de voces y de expresión corporal- en singular ritmo de vitalidad, alegría y espectacularidad.

En la interpretación, los actores aportan su vis más cómica centrando su potencial de bazas en las continuas escenas de la acción trepidante llena de variaciones. Todos destacan –Mariola Fuentes (Lena, Fanostrata), Alex O’Dogherty (Plauto), María Esteve (Selenide), Jimmy Barnatán (Maccius, Auxilio), Itziar Castro (Gimnasia), Falín Galán (Lampadión), Rosa Merás (Melenide), Juanfra Juárez (Alcesimarco)- sacando buen partido a sus roles con gran dominio del gesto, de la voz y de la intención, en gags resultones, canciones expresivas, anacronismos inteligentes. Pero especialmente menciono a Falín Galán, interpretando al astuto criado Lampadión, con un histrionismo magnífico, que me recuerda a los mejores papeles de personajes de Plauto actuados en el Festival: al de Rafael Álvarez (El Brujo) en Anfitrión (1996) y al del emeritense Esteban G. Ballesteros en Los Gemelos (2013), uno y otro verdaderos malabaristas del humor, que consiguieron meter al público en un puño.

"Cayo César", un montaje extremeño muy digno. JUNTAEX
«Cayo César», un montaje extremeño muy digno. JUNTAEX

“CAYO CESAR” de Muñoz Sanz

Cuarto espectáculo: Cayo Cesar, drama original del médico y escritor extremeño Agustín Muñoz Sanz, que estrena en el evento clásico emeritense por segunda vez, después de su éxito con Marco Aurelio (escenificado en 2016, por la compañía villanovense Teatrapo). En esta ocasión, la obra Cayo Cesar está producida por la compañía cacereña Atakama Creatividad Cultural, en coproducción con el Festival.

La tragedia del emperador romano Cayo Cesar, como muy bien se conoce en Mérida, fue representada en el Teatro Romano varias veces en la obra de Calígula (el mote afectuoso que le pusieron en la niñez a Cayo Julio César Augusto Germánico, por calzar sandalias de los legionarios), escrita por el Premio Nobel argelino/francés Albert Camus, que siempre resultó un excelente espectáculo y revelación de magníficos actores: José M. Rodero (1963), Imanol Arias (1990), Luis Merlo (1994) y Pablo Derqui (2017) que interpretaron el personaje en estado de gracia.

En la obra Calígula -un clásico del teatro de ideas, escrita en 4 actos y publicada en 1944- Camus, inspirado en las biografías del historiador Suetonio sobre 12 césares romanos, construye con lenguaje feroz y poético la tragedia, mostrando al emperador como un ególatra despiadado -y no enfermo como lo trata la historia-, obsesionado con lo imposible y envenenado por el desprecio y el horror, que trata, a través del asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, de ejercer la libertad. Con ello, alcanza a compendiar y expresar profundamente su pensamiento existencialista, aunque este movimiento filosófico que alcanzó su cima de expansión en la posguerra haya sido ya literaria y filosóficamente superado.

En la obra Cayo Cesar, Muñoz Sanz se basa también en los relatos de los escritores romanos Suetonio, Dión, Séneca, Flavio Josefo, Filón -menos Plinio el Viejo que no era desafecto-, de los que es consciente que no se sabe bien si están hablando literal o figuradamente sobre Calígula. Si bien, percibimos que se apoya más en datos de las muchas biografías, documentales y controversias modernas publicadas por estudiosos, para construir su original tragedia fuera de la tensión filosófica de los diálogos de Camus, sustituyendo la densidad de la palabra -sin perder el resplandor poético- por la efectiva acción dramática. Todo concebido teatralmente en una serie de cuadros cronológicos dentro de una única pieza.

En cada cuadro -un total de 23, que van desde la muerte de Tiberio a la de Cayo Cesar– el autor desarrolla con impactante puntería dramática los detalles de depravación y muerte protagonizados por el emperador, encarnado de un loco lúcido (esquizofrénico, psicópata o “adiatrépsico”, como él mismo se aplicó, a fin de describir su propia conducta), con aproximación a lo que se conoce a ciencia cierta de su omnipresente y bárbaro reinado de 1.400 días (en el siglo I de nuestra Era). Pero lo interesante del texto está en que, por una parte, recrea en los crímenes la personificación del mal del protagonista, y por otra pone a debate una razón médica humanitaria al inestable carácter del hombre que padece en su locura, sobre seguro provocada por la niñez y juventud terribles que tuvo (con brotes epilépticos y psicóticos). Es sabido que su tío y protector, el emperador/pederasta Tiberio, mató a su familia y lo tuvo recluido en su residencia de Capri (donde tal vez fue violado).

En la puesta en escena, Jesús Manchón, actor secundario en varias obras del Teatro Romano y veterano director de montajes en el Festival Juvenil de Teatro Grecolatino, que debuta como director con esta difícil tragedia de destrucción, logra una representación bastante creativa en la sobria composición escénica -tres árboles secos, un trono de madera verde y un piano- donde se mezcla naturalismo, expresionismo y simbolismo con una actuación “humanizada” estéticamente en sus escenas más violentas o de muerte (escenas que podrían ser “sangrientas” en una película de Tarantino). Destacan las coreografías (de Gema Ortiz) y los coros -acompasados por una valiosa música de Abraham Samino y efectos sonoros- que imprime en algunos cuadros reflexivos, de gran plasticidad y belleza lírica (como resulta en el diálogo onírico de Cayo Cesar con su caballo Incitato). Los puntos más oscuros del montaje están en el extravagante vestuario -nada clásico, nada moderno- que no luce. Y en algunos ajustes de ritmo que en la tragedia -para que no discurra plana- han de moverse en “crescendo” hasta alcanzar el clímax.

En la interpretación, la representación funciona alimentada por el designio central que brota del personaje Cayo Cesar, que encarna Juan Carlos Tirado -como bufo, bisexual, obseso, contradictorio, en permanente temblor de conciencia, sometido a la violenta pulsación de su sed de absoluto y su imposibilidad de satisfacerla-, que se crece a lo largo de la obra, consiguiendo un meritorio trabajo artístico que roza la excelencia de los grandes actores mencionados que le precedieron en el Festival interpretando a Calígula. El resto del reparto que realiza varios desdoblamientos –Rocío Montero (Drusila), Miguel Ángel Latorre (Macro), Gema Ortiz (Incitato), Fernando Ramos (Casio Querea), Manuel Menárguez (Ptolomeo), Javier Herrera (Filón), Juan Carlos Castillejo (Varo), Paca Velardiez (Milonia Cesonia), Sergio Barquilla (Fabio Nasón), Beatriz Solís (Calpurnia Piso)- cumplen bien en sus cometidos armoniosamente complementarios.

Penélope, la producción de Cimarro, gozó de varios privilegios que los otros montajes no tuvieron. JUNTAEX
Penélope, la producción de Cimarro, gozó de varios privilegios que los otros montajes no tuvieron. JUNTAEX

“PENÉLOPE” de Magüi Mira

Cerró el Festival Penélope, una obra basada en la Odisea, en la que la autora/directora valenciana Magüi Mira, que ha interpretado a este personaje de Homero como una metáfora de la sumisión femenina, ha desafiado con romper ese estereotipo, proponiendo una readaptación “jamás contada” (dice) que busca poner luz a la vida de esta mujer, que, en su revelación, alcanza el poder de «ser dueña de su destino» (dice). Una versión libérrima -un tanto enfática- que oportunistamente trata de convertir a Penélope en un ejemplo de heroína dentro de las corrientes feministas contemporáneas.

La veterana Magüi Mira ha sido la autora/directora que más veces ha participado en el Festival -con más desaciertos que aciertos- en el período de estos 9 años de Cimarro. Hace dos años representó Las amazonas, un espectáculo confuso y simplón, tratando de reorientar el tema de la igualdad de géneros en una historia de amor como el de Pentesilea, que violaba la regla clásica. Esta vez, en Penélope, vuelve a querer hacer ruido -con pocas nueces- sobre el tema profeminista y de “violencia de género” emocional, utilizando los personajes y hechos que Homero cantó en su obra maestra, pero creando parlamentos, diálogos, sentencias y situaciones nuevas, como es la sorprendente muerte de la protagonista, estrangulada -casi sin quererlo- por su marido, Ulises, por declararse una mujer “independiente”, sin más.

Y esto es lo chocante que contradice el relato homérico y de diversas leyendas sobre el mito de Penélope (que cuentan lo que ocurrió después del retorno de Ulises a Ítaca, recopiladas en breves resúmenes en la Biblioteca mitológica de Apolodoro). La narrada por Homero fue una bonita historia de amor. Historia en la que no se ve esa metáfora de la sumisión femenina, sino la de la figura simbólica de la fidelidad. Y que nos habla de lo femenino y de la posición de la mujer en la relación de pareja en aquel contexto histórico. Penélope es el modelo de la mujer abnegada, que espera al hombre que ama. Se ve obligada a hacer y deshacer, una y otra vez su propia obra, mientras regresa el amor “perdido”. Su tapiz representa ese círculo vicioso de la resistencia. Su actitud, lo que la cultura occidental estableció como ideal para una esposa.

Al texto de Mira, un tanto tópico en los monólogos y diálogos, le falta hondura y el preciso desarrollo dramático que demuestre que Ulises pueda ser un machista asesino de su esposa. Por lo que, una vez más, aparece en la dramaturga la manía de la nueva creación, de resultado disparatado, cuestión que me recuerdan otros espectáculos del mismo paño, como la Lisístrata lesbiana que representó en el Festival -2010- Paco León travestido de mujer, de enfoque novedoso y propio del momento temporal que, a gusto del público tragaderas, podía considerarse desde una mariconada a un canto en pro de la tolerancia homosexual.

De las obras sobre el retorno de Ulises que conozco, me quedo con la versión humorística Oh, Penélope, de Torrente Ballester, éxito popular en el Festival de 1986 (que se prorrogó dos días más); o la de Penélope, cautiva de sí, del periodista extremeño José Joaquín Rodríguez Lara (mejor escrita y aún por estrenar). Y, sobre las de tema feminista, con Lisístrata de Martínez Mediero, representada por la compañía extremeña Torres Naharro en 1980, un hito histórico por tratar por primera vez el tema, donde el grito de la protagonista tenía sentido para un cambio en las relaciones entre mujeres y hombres.

En este montaje, la directora valenciana -que ha dispuesto de mayor tiempo de ensayos y presupuesto que las otras producciones del Festival- consigue una buena manufactura de espectáculo comercial. Estéticamente funciona, arropado por una atractiva escenografía (de Curt Allen Wilmer), alusiva al paisaje mediterráneo, contrastada con unas singulares escaleras simbólicas que recrean sugerentes imágenes en un juego de plasticidad corporal de los actores, y todo perfectamente iluminado (por José Manuel Guerra). Hay elevación del estilo de arte trágico con equilibrado ritmo, máxime en la excelente coreografía (de María Mesas), llena de recursos dinámicos de expresión corporal, que exhiben tanto los actores protagonistas -en la muerte de Penélope– como el llamativo coro. Lo peor son las canciones que introduce que no suenan con armonía en las voces de sus intérpretes.

En las actuaciones, sobresale en su conjunto -de movimientos, gestos y sonidos guturales- el impresionante coro de los groseros y egoístas pretendientes de Penélope. Y destacan sus protagonistas, la debutante Belén Rueda (Penélope), que aporta belleza -majestuosa, imponente vestida de novia eterna- y un rol vibrante de seducción corporal y declamatoria en su personaje de mujer inteligente y astuta; y Jesús Noguero (Ulises), luciendo buena presencia escénica -ajustada y verosímil a la del héroe que describe Homero– y su enérgica y nítida voz.

Por todo ello, creo que la palabra “cultura” está siendo mal utilizada por los organizadores en sus declaraciones. Se hace verdadera cultura cuando no se busca lo mercantil más que lo cultural y que las obras estén mostradas con calidad artística en sus contenidos y formas dramáticas. Porque si no sólo es ocio o pan y circo, hechos vulgares y reaccionarios de la cultura.

Por eso, este Festival también, para el exégeta y lector perspicaz, pasará a la historia glosando la ridiculez de las declaraciones y cómo la zoquetería cultural del señor Fernández Vara y sus acólitos permitieron, con la gestión de Cimarro , hecha de enredos y chanchullos, que Extremadura continúe siendo la última colonia teatral del país.

RÁNKING DE ACTUACIONES DESTACADAS

Este crítico, que ha asistido a todas las obras, valorando los mejores trabajos artísticos de los estrenos en esta 66 edición del Festival, cree que merecen una CORONA DE HIEDRA y PLACA DE BRONCE (sencillo reconocimiento que se otorgaba en los certámenes teatrales de las Grandes Dionisias griegas) los siguientes:

Mejor espectáculo: “LA COMEDIA DE LA CESTITA” de Plauto, de GNP Producciones/Clásicos Contemporáneos

Mejor Versión: PILAR G. ALMANSA (por “La comedia de la Cestita”)

Mejor dirección: PEPE QUERO, en colaboración con JOSU EGUSKIZA (por “La comedia de la cestita”)

Mejor Actor Protagonista: FERNANDO CAYO (por “Antígona”)

Mejor Actriz Protagonista: BELEN RUEDA (por “Penélope”)

Mejor Actor de Reparto: FALÍN GALAN (por “La comedia de la cestita”)

Mejor Actriz de Reparto: ITZIAR CASTRO (por “La comedia de la cestita”)

Mejor escenografía: CURT ALLEN WILMER (por “Penélope”)

Mejor iluminación: JOSÉ MANUEL GUERRA (por “Penélope”)

Mejor vestuario: MIGUEL ÁNGEL LATORRE (por Pasacalles “Hermes y el vigía de 100 ojos”)

Mejor música: ABRAHAM SAMINO (por “Cayo Cesar”)

Mejor coreografía: GEMA ORTIZ (por “Cayo Cesar”)

(José Manuel Villafaina Muñoz es licenciado en Arte Dramático, actor, director, autor, profesor y crítico teatral, con una trayectoria profesional de más de 50 años).

SOBRE EL AUTOR

José Manuel Villafaina, un profesional integral del teatro, nuevo colaborador de PROPRONews

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