Es más, estoy convencida de que en el periodismo hay muchos más profesionales decentes, que aquellos que hurgan sin compasión ni vergüenza en las heridas ajenas o levantan liebres que resultan ser tortugas.
He trabajado casi toda mi vida laboral en TVE (hasta que un ERE acabó con la etapa). En 24 años he tenido que cubrir informativamente algunas desgracias, y aunque siempre he sido lo que llamamos una periodista de provincias, la «suerte» profesional hizo que estuviera casualmente en EEUU cuando sucedieron los atentados del 11S. Ante la imposibilidad de que se desplazaran, por el bloqueo aéreo de los primeros días, las «estrellas» de la empresa, tiraron de mí para echar una mano en la delegación de Nueva York. Sin embargo, y con ser ese el hito más notable de mi carrera, no fue el que más me afectó en lo personal.
Lo más doloroso para mí fue la muerte, en Plasencia, de tres niños en el incendio de su vivienda, prácticamente una chabola. Estuve con mi compañero, Enrique Caldera un veterano casi de vuelta de todo, esperando que llevaran los cuerpos a la casa de los abuelos. Los acostaron en sus camitas, a la antigua usanza, para el velatorio.
La «suerte» profesional hizo que estuviera casualmente en EEUU cuando sucedieron los atentados del 11S.
La familia estaba tan aturdida y destrozada, que si hubiéramos entrado en la habitación a grabar con la cámara, no nos hubieran puesto ninguna pega, pero mi colega y yo nos miramos y, sin palabras, nos lo dijimos todo.
Al día siguiente, en portada de un periódico regional, aparecía la foto de los niños amortajados. He visto pocas cosas más impactantes.
Mi jefe preguntó que por qué la prensa tenía esa imagen y nosotros no. No busqué disculpas. Le contesté claramente que no quisimos hacerla, que nos parecía un atropello, que había tanta tristeza en el ambiente que nos sentimos parte del duelo y no quisimos molestar más de lo estrictamente necesario con nuestra presencia. Que informar de los peligros y las consecuencias de una instalación eléctrica en mal estado, era nuestra obligación, pero mostrar las caras de unos niños muertos, las de sus padres transidos y abatidos por un dolor inmenso, o los lamentos desgarradores de los abuelos, era puro e innecesario morbo.
¿HAY LÍMITES?
Recibí un chorreo considerable, pero estaba orgullosa de nuestra decisión y seguí pensando que era lo correcto. Lo he pensado siempre. Hay límites. O debería preguntar: ¿HAY LÍMITES?
Pero lo más doloroso para mí fue la muerte, en Plasencia, de tres niños en el incendio de su vivienda, prácticamente una chabola.
Yo pude hacerlo porque era fija de la casa y sabía que mi «castigo» no pasaría de una bronca sin consecuencias. Pero ¿qué alternativa se presenta, si tienes un trabajo precario en la productora de una de las reinas televisivas de la mañana, y te piden carnaza? El dilema es de aúpa: habichuelas o dignidad. Y no es precisamente el periodismo un sector donde sobren las ofertas.
Y hay más, a esas reinas del espectáculo y el sensacionalismo las ha coronado el pueblo. Una audiencia que las sigue y las aplaude, mientras ellas hacen caja con los anuncios publicitarios. Un público fiel y ansioso que se bebe la mezquindad de los tertulianos que chapotean encantados en la tragedia y ese morbo, que se implantó como una garrapata en los tiempos de las niñas de Alcasser, y que sigue engordando, imparable y lustrosa.
Todos somos culpables. Dejemos descansar a los muertos, respetemos el calvario de los allegados, reservemos los comentarios para los expertos y los juicios para los magistrados, y pongamos nuestro grano de arena en construir una sociedad más sana.
No sé, si además de ingenua, deberíais llamarme utópica, pero ahí lo dejo.
(Elisa Blázquez Zarcero es periodista y escritora. Su último libro publicado es la novela La mujer que se casó consigo misma. Diputación de Badajoz).