jueves, 12 diciembre, 2024
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¿Dónde están los chamanes?

Los muertos nos reclaman la bendición de una despedida cordial, animosa y de máxima cercanía

La bendición Urbi et Orbi que impartió el Papa Francisco el pasado día 27 de marzo era para los vivos. Fue tan sobriamente solemne que tenía mucha más fuerza que otras ceremonias de idéntico alcance universal impartidas en ese mismo lugar, con la plaza convertida en un clamor que agradecía ese regalo de liberación de las huellas del pecado que supone la invocación solemne a la Santísima Trinidad. Tal vez en la ceremonia hubiesen sonado mejor unos versos del Requiem de Mozart, en estos tiempos en que los fallecidos por coronavirus se van sin la cercanía ni la despedida de la familia y cuyos féretros se amontonan en palacios de hielo convertidos en morgues.

Xavier Moreno Lara
Xavier Moreno Lara

Como preludio a la exaltación de la custodia, en la Plaza de San Pedro sonaba el Adorote devote en una aquilatada versión gregoriana, cuando a la mayoría de los millones de presentes en ausencia nos hubiera reconfortado más escuchar algunos versos del Réquiem de Mozart, cuando invoca al Rex tremendae mayestatis que salva gratis. Porque, como se está viendo estos últimos días, son los muertos los que nos reclaman la bendición de una despedida cordial, animosa y de máxima cercanía. Presencia y gestos amorosos que hoy están faltando a miles y miles de personas, muchas de los cuales van pasar ese momento decisivo final de la existencia individual en féretros amontonados en Palacios de Hielo convertidos en morgues.

Desde el comienzo de la organización en grupo del homo habilis -hará muchos miles de años-, los ritos de despedida de los difuntos han sido una especie de desafío o exaltación, en un diálogo entre el fallecido y su grupo. Este proceder de los pueblos primitivos obedecía a dos referencias principales: apaciguar ante todo al que había muerto, para que desde el otro lado no tomase en consideración cuentas pendientes con miembros del grupo y, además, para que, una vez en el paraíso que le correspondiera, el difunto beneficiase a sus herederos. Una filosofía culta como el confucionismo invitaba a hacer grandes gastos en los funerales con el fin de que el pariente, ascendido con ellos a la gloria, disfrutase de un status relevante y pudiera, por ello, favorecer a la familia. En muchas culturas, el más allá de la muerte no destruía la relevancia de las personas sino que la ponía de relieve, con obras como las pirámides egipcias o la tumba mochica del Señor de Sipán, rodeados de siervos y nobles que les acompañaban, quizás de mal grado.

UNA CIVILIZACIÓN PUESTA A PRUEBA.

¿Qué es lo que, a este respecto de sepulturas y enterramientos, encontramos hoy en los periódicos? Nadie alaba esas morgues creadas a toda prisa para amontonar cuerpos de difuntos sin distinción de rango. Porque, aunque haya sido en edificios relevantes, este proceder no se ajusta en nada a la línea tradicional que encomiaba méritos y valores de quienes nos dejaban.


Desde el principio de la Humanidad, los ritos de despedida de los difuntos han sido una especie de desafío o exaltación, en un diálogo entre el fallecido y su grupo.


A esta situación hemos llegado precisamente por nuestra modernidad, que nos distancia abismalmente de las prácticas de aquel homo habilis desde la formación de los primeros grupos de cazadores recolectores. Todos sus componentes contaban con el apoyo del chamán, un hombre de conocimiento que tenía entre sus tareas primordiales favorecer el tránsito de quienes abandonaban la vida terrena hacia otra en el más allá. Un mas allá definido de mil maneras, según las formas culturales de los pueblos. Nuestros padres culturales, los griegos, ponían sendas monedas en los ojos de los difuntos, para que pudieran pagar con ella el viaje a la otra orilla que iba a facilitarles Caronte.

En vez de tomar buena nota de ese común y universal respeto y atención al tránsito de los difuntos, nuestra civilización se ha perdido en un piélago de arenas movedizas, que van desde la negación científica de otra forma de vivir que podamos considerar nuestro más allá, al desafío, tan orgulloso como incoherente, de hibernar cadáveres como candidatos a una resurrección. Esa presunción echa un pulso a la multiforme herencia que nos brindan hoy el conjunto de civilizaciones, incluidas las de los pueblos aborígenes.

DE JÓVENES BUSCÁBAMOS CHAMANES

No era este “progreso” lo que buscamos en aquellos momentos de explosión que vivió nuestra cultura en la respuesta juvenil de los años 60, con el empeño de mostrar que el cambio era posible. Convertimos el horizonte en un arcoíris de diferentes colores: los del Mayo francés, los de Woodstock, el gesto desafiante del Che Guevara o el Libro Rojo de Mao y su contestación en la plaza de Tiananmen. Ese mundo abrió sus puertas a los chamanes tan acertadamente representados por el don Juan de Castaneda. Recuerdo uno de sus desafíos: “el guerrero está en las manos del Poder y su única libertad es elegir una vida impecable”. ¿A quién le puede sonar esto a camino hacia el éxito, en este mundo cuya máxima satisfacción es anunciar que ya ha nacido el hombre que un día pondrá los pies en Marte?


El chamán era un hombre de conocimiento que tenía, entre sus tareas primordiales, favorecer el tránsito de quienes abandonaban la vida terrena hacia otra en el más allá.


Los pies en Marte es lo que tenían las gentes que, tras la derrota de aquellas veleidades juveniles, veían nuestra civilización como un imperio formado a base de grandes consorcios, despliegue de un entramado digital, ruina del medio ambiente, aventura de emigrantes que tiene como playa anhelada la muerte y el abandono.

Corregiré lo que decía al comienzo: estaba bien elegido el Adorote devote con el que se presentó el Papa como prólogo a su Bendición universal: habla de una deidad latente, pero que no solo escucha sino que está entre nosotros, tan al alcance como el aceptar como contraseña de unidad universal un trozo de pan, un trago de vino y -sobre todo, si lo hemos tenido como objetivo que nos reta- el gozo de saber que podemos, una vez más, afianzarnos en alguna de las variadas formas de creencia viva en una existencia mejor tras la muerte.

Cada uno de nosotros, un costalero. J.M. PAGADOR
Cada uno de nosotros, un costalero. J.M. PAGADOR

Por eso, no sería justo, en mi valoración de los hechos que nos retan, dejar sin complementar lo expresado al comienzo y afirmar que el Papa Francisco es un chamán impecable. Su imagen ha compensado la oscuridad por la que buscan medrar quienes se arrogan la difusión del mensaje salvador que resume y sintetiza la Semana Santa. Uniéndonos a esa bendición, en la forma que corresponda a las creencias de cada uno de nosotros, doy por seguro que nuestro aliento alcanzará a cada uno de los amontonados en las morgues masivas o faltos de calor por la obligada ausencia de los suyos en ceremonias claves de nuestra cultura, heredadas de siglos. Lamentar lo sucedido en este olvido de la dignidad que se ha robado a los que han muerto en una forzosa distancia, no debe eclipsar la fe con la que, cada uno de nosotros a su manera, puede convertirse virtualmente en costalero de los maravillosos pasos de nuestras procesiones.

(Xavier Moreno Lara es periodista, escritor y filósofo).

SOBRE EL AUTOR

El prestigioso periodista, filósofo y escritor Xavier Moreno Lara, nuevo colaborador de nuestro periódico

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