jueves, 25 abril, 2024
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Japón, la concha de nácar de Cocteau

Un viaje a Kioto, la antigua capital imperial del país del Sol Naciente

El milenario y admirable país del extremo oriente acaba de renovar su monarquía con la abdicación del anciano emperador Akihito y el ascenso al trono del nuevo emperador Naruhito. Una buena ocasión para acercarnos a este bello y poderoso archipiélago cuya historia muchas veces roza la leyenda. Nuestro viajero y avezado cronista nos lleva de su mano por algunos de los lugares más emblemáticos de este antiguo reino, en el que también busca manicomios para ese esperado libro que prepara La vuelta al mundo en 80 manicomios.

Japón es la isla que sale del mar en la inmensidad del océano Pacífico. Como escribe Jean Cocteau: «El mar lo echó fuera igual que una concha de nácar. El mar sigue teniendo derecho a destruirlo y recuperarlo». Desde Corea del Sur volamos a Kioto, antigua capital de los japoneses del período Heian, por los años 784 a 1543. Curiosa época cercana a la que vive el yanqui perdido en la oscuridad de la memoria, en la obra de Mark Twain, tan conocida y llevada al cine en los años de mi adolescencia. La novela la sitúa por el año 528, en pleno alto medievo o tardorromano, con los bárbaros ocupando el Imperio Romano y surgiendo las leyendas de la literatura artúrica. Es solo para que nos centremos en el imperio Hei con respecto al nuestro, bueno, o algo así.


Tuvimos la oportunidad de presenciar una sesión fotográfica a una geisha.


Yasunari Kawabata, Premio Nobel de Literatura de1968, en su novela Kioto, donde la música de los sentidos entra en nuestra mente con la descripción de su ciudad: Hein-Kyo (Residencia de paz y sosiego), nombre con el que se la conoce en el periodo Heian. La Fiesta de las Épocas, cuenta Kawabata, es una de las tres fiestas que se celebran en Kioto para recordar la elevación de la ciudad a residencia imperial. No podremos verla por ser el 22 de octubre, o décimo mes, cuando se celebra y en esa fecha no estaremos en Japón.

El autor, ante uno de los numerosos templos de la ciudad.
El autor, ante uno de los numerosos templos de la ciudad.

La encantadora Kioto, de Osaragi Jiro, es el libro que el personaje principal de la novela de Kawabata refiere como leído varias veces, y en él se cuenta: «El bosque de los cedros, del que procede la madera del cedro de la Montaña del Norte, con sus esbeltos troncos delicadamente alineados que sostienen verdes cúpulas leves como nubes, es cual una música que lanza al aire árboles en lugar de notas». Cita literaria que nos sirve para escuchar otra música muy parecida y que hemos percibido cómo surgía en el bosque de bambú de la ciudad, que visitamos toda una mañana.

En la inmensidad del bosque, vislumbramos un extraño personaje: tuvimos la oportunidad de presenciar una sesión fotográfica a una geisha, con toda su sinfonía de colores y ropajes que la hacen moverse como si oyera una música que la lanzase a una danza muy especial. Son sacerdotisas de las buenas formas, como las llama Jean Cocteau, en su clásico libro de viajes. Las geishas proceden de familias pobres, las instruyen desde los doce años hasta que tienen la destreza de hechizar, tañer instrumentos de cuerda, cantar, bailar y conversar con los hombres. No son cortesanas.

CIUDAD DE SANTUARIOS

Kioto la Santa es la ciudad de los santuarios, los templos y las fiestas religiosas, donde los cedros, los cerezos y los naranjos juegan con sus fragancias en el aire de la ciudad. Suaves montañas la rodean con los nombres de los cuatro puntos cardinales, donde los numerosos santuarios y templos se diseminan por sus laderas de cedros. Para mí no son unas montañas, son colinas no muy altas, todas verdes por el bosque perenne que las cubre y que se suben con no mucha dificultad. Nosotros hacemos el repecho al monte Inari, donde se ubica el templo más importante de la ciudad: Fuschimi Inari Taisha. Data su fundación del 711, fecha que coincide con los árabes invadiendo la península ibérica. Su conjunto de Torii forman un verdadero bosque rojo bermellón (rojo vivo con un tono anaranjado), que marcan el pasadizo o camino techado de los dioses más curioso y bello que hemos visitado. Es el principal santuario sintoista dedicado al espíritu de Inari, la diosa del arroz.


Las almas de los muertos rodean la vida de los japoneses.


El sintoísmo es la religión de los muertos. Las almas de los muertos rodean la vida de los japoneses, almas que no se van a otro sitio, como dicen las religiones monoteistas, sino que quedan a residir en los altares que vemos por todas partes, donde se les ofrece arroz o saké, el saludo diario y sirven de consulta familiar en graves dificultades. He sido testigo y practicado el ritual sintoista, en uno de los numerosos templos que hemos visitado, despertando al dios con dos palmadas o tirando de la cuerda que mueve una campana en lo más alto, para que me escuche. Se hace una leve inclinación de la cabeza y se da paso a la oración o petición deseada.

El templo Fuschimi Inari, situado al sur de la ciudad, hay que tenerlo como obligado en la visita a Kioto. Está abierto todo el día y, con facilidad, se puede ver en completa soledad al anochecer, lejos de la gran afluencia de público que siempre mantiene. Es un recorrido de cuatro kilómetros bajo los miles de torii (32.000), que, como guardianes, nos dan la orientación en el camino de subida o bajada al monte sagrado. Los torii están tan juntos que sólo queda un espacio de centímetros entre uno y otro, casi todos grabados con el nombre de los donantes. Estas puertas han sido regaladas por los comerciantes para beneficio de sus negocios. Hemos pasado varias horas de subidas y bajadas, menos mal que el día se acompañó de una fina lluvia y la temperatura había cedido, lo que hizo más llevadero el camino. Me acordé, en repetidas ocasiones, de Cesare Pavese, que se queja En el placer del viajero, de las incomodidades de los viajes. No dudamos en continuar nuestro recorrido y aplazar un poco la necesaria recuperación física y mental.

Volviendo a nuestro templo, todo el recorrido está salpicado de pequeños templetes o santuarios sintoístas, donde un zorro o kitsune, como mensajero de la diosa, lleva una llave en la boca que abre la puerta del granero que guarda el arroz. Una puerta principal abre el acceso al camino del santuario, es la puerta Romon. El Senbon Torii es la imagen icónica del santuario y un símbolo del Japón. Pertrechados de agua y algo de comida merece la pena la subida y dedicarle toda la jornada; nosotros lo hicimos al atardecer y la noche nos envolvió en su bajada. La seguridad es total. Como curiosidad recordemos la película Memorias de una geisha (2005), basada en la controvertida novela del mismo nombre de Arthur Golden (1997), donde la ciudad de Kioto y el templo citado son filmados. Novela que puede explicar los avatares de una muchacha de pueblo para ser una verdadera geisha. Su descripción, como si fuera una prostituta de lujo, plantea una singular pelea judicial que se saldará con una compensación económica y la edición de la verdadera autobiografía de la misma: Vida de una geisha (2004).


Venimos a Kioto con la motivación de que la guerra no la destruyó, aunque los incendios son habituales en una ciudad de casas de madera.


UN MARINO PORTUGUÉS Y UN SANTO ESPAÑOL

Japón estuvo cerrado al mundo aún después de darlo a conocer un marino portugués, Méndez Pinto, e intentar evangelizarlo un español, el jesuita navarro san Francisco Javier. Curiosamente, la primera descripción de la ciudad de Kioto, dice Blasco Ibáñez, la realiza el misionero en sus correrías por el archipiélago. Una sensación que experimentamos, que puede ser similar a la que nuestro novelista valenciano siente al asistir a una ceremonia budista en la pagoda más cercana a nuestro alojamiento, en el área de la Estación del ferrocarril de Kioto. La pagoda es una de las más grandes que hemos visitado: Shimogyo-Ku, Tokiwacho. Es curiosa la similitud con la ceremonia cristiana. Don Vicente «cree estar asistiendo a una misa cantada en un templo católico» por la devoción reinante, los cantos y el ambiente festivo de domingo. No nos dice qué templo es el que visita y recoge en su viaje; nosotros podemos deducir y creemos, por su descripción, que puede ser el que citamos. Se termina el acto religioso, acto en el que hemos participado como podemos, de rodillas en el suelo y descalzo, con los zapatos en una bolsa de plástico que se puede recoger a la entrada, cuando observamos que los devotos, al salir, van vestidos elegantemente: las mujeres y los hombres de negro, con trajes de «domingo».

Oír hablar español es una suerte que se agradece. Una chilena nos encuentra en la subida al monte Inari y con facilidad hablamos un poco para aliviar el obligado mutismo. Me acuerdo del enfado de Henry Miller, en su obra Nueva York, ida y vuelta, con las lenguas extranjeras, en su viaje por suelo francés y sus avatares para entrar en Inglaterra. Pienso que, lo que nos ocurre, no es nada con lo que le sucede a Vicente Blasco Ibáñez en su recorrido por el teatro Yosywara de Kioto, donde un gran rótulo anuncia la película sobre su obra: Sangre y arena, que fue llevada al cine americano. Encuentra, nada menos, una fotografía suya, algo trasformada, al estilo de la estética japonesa y que logra reconocer por los detalles de su traje. Se veía como un hércules japonés de la lucha de Sumo.

Venimos a Kioto con la motivación de que la guerra no la destruyó, aunque los incendios son habituales por sus casas de madera, y así podemos ver el pasado de Japón. Manteniendo la premisa de comer antes o después de visitar los lugares previstos, al mejor estilo medieval evitando de esta manera los hechizos que pudieran sobrevolar nuestras cabezas. Para ello seguiremos las recetas de gastronomía que Haruki Murakami refiere en su novela Norwegian Wood (Tokyo blue) donde nos ofrece al paladar un plato culinario de la ciudad de Kioto: la caballa marinada en sopa de miso al estilo de la ciudad.

Un bosque de torii.
Un bosque de torii.

La tradicional forma de comer de rodillas, ha sido un suplicio que hemos intentado evitar de todas las maneras, bien lanzando las piernas para delante o comiendo en reservados, sentados en taburetes altos, descalzos, zapatos aparcados a la entrada; ritual o ceremonia social imposible de eludir. Una cabina de menos de un metro cuadrado con una mínima cortina nos garantiza la intimidad, tan especialmente administrada por los japoneses. Hemos picado de todo. Las verduras eran las preferidas, de todo tipo, pero menos picantes que en Seúl. De pescado vivo, nada de nada, eso para ellos; a los japoneses les encanta el pescado crudo. Nosotros, a lo conocido, y entre un dédalo infernal de callejas del barrio de Gion, repletas de sitios para comer, decidimos, al libre albedrío, por uno de ellos, con comida algo vegetariana.

EL CHEF NAOTO MASU

Las ceremonias de bienvenidas y de despedidas son largas, y después de comer una variada cocina japonesa y desconocida para mí, la verdad riquísima, el chef de cocina japonés, Naoto Masu, en su restaurante Kioto Gion Calf, nos hace de anfitrión en la ceremonia de una inusitada variedad de platos, a cual más peculiar y que pasan rápidamente a ser degustados. El hambre hacía más fácil la adaptación culinaria. La despedida fue eterna, hasta que no damos la vuelta a una esquina el chef japonés nos sigue repitiendo la ceremonia del saludo ritual de bajar la cabeza y parte del cuerpo. El mismo Blasco Ibáñez pasa por esta prueba de ceremoniosos saludos hasta el infinito, pensando «que uno de los dos se cansa antes que el otro de encorvar el espinazo…». La verdad es que fue una comida con una atención especial.

No pude comprobar lo que explica Jean Cocteau en su Vuelta al mundo en 80 días (como el título de Verne), en su primer viaje (1936), sobre los lupanares de Japón: «Las cabinas del amor miden dos metros por dos metros y medio; y los callejones, tres metros». Los callejones sí doy fe de que la amplitud brilla por su ausencia. Es un dédalo infernal. Pasamos por entremedio de ellos con inusitada curiosidad por la estrechura de los mismos y de sus tascuchas inmundas, atendidas por mujeres, donde extraños clientes se sientan como pueden entre los escasos centímetros que quedan de espacio desde la barra a la calle, con un vaso lleno de no sé qué licor en su mano, suponemos de sakel, ese vino de arroz que se sirve tibio, licor de más alta graduación alcohólica. La soledad del cliente es evidente, es sólo una forma de monólogo con el alcohol en todas las partes del mundo.

La descripción de la manera de comerciar con su cuerpo y la exposición a la calle en casetas con ventanillas, que nos cuenta Jean Cocteau, donde unos rostros aniñados son iluminados con una luz roja, a manera de un escaparate, me recuerda, por el parecido, al barrio rojo de Ámsterdam. Nada hay nuevo bajo el sol, aunque sea naciente.

Mención aparte merecen también, entre otras cosas, las habitaciones de ciertos hoteles de Kioto, en los que me negué a pernoctar, con cabinas minúsculas donde los borrachos y los viajeros que buscan una cama económica duermen como si fuera el sueño eterno. Son como ataúdes. Me niego. En la actualidad está de moda pernoctar en ellos, y no son nada baratos. Yo no lo hice. Los hoteles dejan mucho que desear. A igual categoría con nuestros hoteles, no ofrecen las mismas prestaciones. La limpieza es escasa. El volumen del cuarto es pequeño. Eso sí, en cualquier parte encontramos, en el excusado, una tapadera inteligente que te moja en cuanto te descuidas y te calienta las posaderas.

Geisha entre bambúes.
Geisha entre bambúes.

Fuera del Protocolo de Kioto (1992) mi curiosidad no llegó hasta esta ciudad. Toda la humanidad le debemos algo y más buscando manicomios. La entrevista que venimos citando explica la administración tan especial que recibe la locura en el país asiático. Nos cuenta, como ya hemos referido, para ver el manicomio más conocido de Kioto: Iwakura. Hemos visitado el manicomio, al norte de la ciudad y, a su lado, saliendo por la carretera que nos ha llevado a su puerta principal, a mano izquierda, encontramos una plaza donde aparece la gran puerta de madera de un templo. El templo es el kioto Iwakura Jinsso-in, budista, que nos ofrece una curiosa historia milenaria. Compramos un libro que la narra y que nos venden en el mismo templo. Lo visitamos descalzos, como manda el ritual japonés. En la lectura del librito no encontramos ahora nada referente a los locos japoneses. La belleza de sus rincones y su jardín en miniatura, típico japonés, es especialmente refrescante y nos llena de paz en el silencio que nos rodea. Fotografiamos, como pudimos, ante la prohibición de hacerlo.

Los taxis son curiosos por su publicidad, pues llevan en su techo el símbolo de la empresa que los comercializa. Emblemas a cual más pintoresco. A nosotros nos gustaban los que llevaban un corazoncito encendido en rojo.

Callejear por el barrio de Gion para saborear el antiguo Japón, es condición indispensable. Un paseo por el barrio de las geishas y las casas de té, en el conocido barrio tradicional de la ciudad es una recomendación que mantenemos después de verlo en nuestro viaje. Su paseo a pie por la calle Shijo-Dori hasta la plaza de Gion es orientativo para poder oler sus cocinas y ver sus casas de madera de sólo dos pisos, en sus calles laterales. La calle principal es fácil de pasear, es llana y sale del parque Maruyama, con su templo correspondiente, Yasaka Shrine. Calle que llega hasta el río Kamo que la separa de otro barrio, más moderno, el Kawaramaschi. Conocer el templo de oro, o Kinkakuji, es de obligada visita, como subir a los rickshaw.

Yo no lo hice, subir a un rickshaw, la verdad es que me dio como una sensación inadecuada. Los japoneses no tienen tanta resistencia para usarlo. El cochecito de capota y ruedas de bicicleta va movido por un fornido muchacho de piernas enormemente desarrolladas para poder tirar del mismo hasta con dos personas a bordo. Su atuendo es clásico con pantalones cortos y camisa del mismo color, protegidos del sol por un sombrero típico de campesino de los arrozales, que conocemos. Antes de visitar el Pabellón de Oro de la ciudad y dentro del bosque de bambú que recorremos, decidimos hacer un alto en el largo camino de una mañana campestre. Es necesario parar y recuperar las energías tan necesarias para recorrer la ciudad con pasos ligeros. La cocina vegetariana de un templete Zen, salida por sorpresa entre el enorme bosque de bambú, decide las dudas. Tenryu-Ji tiene una cocina exclusivamente vegetariana, donde las cualidades amargo, ácido, dulce, salado y caliente nos esperan. Básicamente los monjes comen gachas de arroz, ciruelas saladas, rábanos en vinagre y sopa de arroz y cebada. El ambiente era sumamente ceremonioso, no se podía entrar calzado, los mismos japoneses te llaman la atención si descuidas esta norma, así nos ocurrió al pisar levemente una zona prohibida. Las reglas de los monjes budistas, de la escuela Zen, nos indican los principios que cumplen los alimentos: primero, reflexionar sobre nuestro trabajo; segundo, la imperfección de nuestra virtud; tercero, mantener controlada nuestra mente; cuarto, los alimentos son una medicina para nuestro cuerpo; y quinto, recibimos la tarea de la iluminación y aceptamos esta comida. Hemos encontrado la sabiduría zen y participamos, no solo con la comida vegetariana o en la postura o posición del loto, también con la actitud de paz y serenidad que el ambiente del restaurante desprendía y nos envolvía.

Después de esta experiencia zen, nos sumergimos, por segunda vez, en el bullicio de las calles más singulares de la ciudad de Kioto: el barrio tradicional de Gion. Los vecinos y turistas japoneses (la mayoría), van vestidos con el atuendo tradicional japonés del kimono, tanto el hombre como la mujer. A las parejas vestidas a la antigua usanza les complace poder ser fotografiadas. Existen comercios que arriendan los kimonos para la ocasión y poder deambular por el barrio de las gehisas al estilo más tradicional. Compramos los consabidos kimonos para los nietos. ¡Arigato, Arigato, Kioto!

(Blas Curado es psiquiatra en Badajoz, escritor y académico numerario de la Academia de Ciencias de la Salud Ramón y Cajal de Madrid. Reportaje fotográfico del autor).

SOBRE EL AUTOR

Blas Curado García, prestigioso psiquiatra, articulista y escritor, nuevo colaborador de PROPRONews

El ilustre psiquiatra Blas Curado, Premio Doctor Gómez Ulla 2019 a la Excelencia Sanitaria

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