Los Juegos Olímpicos de Invierno que se acaban de inaugurar en Corea del Sur, con la participación de una delegación del Norte, apenas representan una gota de distensión en el encrespado mar del enfrentamiento latente entre los dos países desde el final de la II Guerra Mundial. La frontera entre ambas naciones es uno de los lugares más peligrosos del mundo, debido a la inestabilidad de su difícil equilibrio, y más desde el ascenso al poder de dos líderes tan imprevisibles como Kim Jong-un y Donald Trump en Corea del Norte y EE.UU respectivamente. El autor acaba de visitar esta frontera y describe en esta crónica la situación de misterio, abismo y amenaza que allí se vive.
Me lleva a Corea del Sur, un recorrido casi por el polo norte, atravesando Rusia, Mongolia y China, mi proyecto de libro Viaje alrededor del mundo en 80 manicomios, del que hablaremos –libro y viaje, o viajes- en otro trabajo. Pero ahora vamos a la frontera que separa el bien del mal (como licencia), para dar fe de la situación en que se encuentra. El Sur está separado del Norte por una red de alambres y torres de vigilancia como nunca se ha visto en el mundo. Es la «tapia» del manicomio más enorme que jamás me he topado en la larga ruta de la vesanía. Esto es lo que tiene de pintoresco (o dramático) el comunismo: muros de obstinación hasta el derrumbamiento final por colapso económico. «Cosas horribles, muchas hay, pero nada / más terrible que el hombre», nos ha dejado escrito Sófocles, en su Antígona. Lo contaremos, si nos dejan.
La mejor forma de llegar a la DMZ es en un viaje turístico, pero controlado en todo momento por el Ejército del Sur.
Mary-Chel, mi mujer, sin pensarlo dos veces, se encomienda al diablo y contrata una excursión a la zona desmilitarizada (DMZ) entre las dos Coreas, situación creada desde la declaración del armisticio en la guerra de Corea, en julio de 1953 (aunque la división de facto se remonta al final de la última gran guerra, en 1945). El viaje turístico es la mejor forma de llegar a la DMZ. Lo hacemos en un pequeño bus repleto de turistas. La entrada y salida de la zona está extremadamente vigilada al milímetro. El Ejército del Sur tiene la misión de su control y nos revisan, de cabo a rabo, tanto la documentación como el aspecto que tenemos. No dejan llevar gafas oscuras ni vestimenta llamativa y no podemos desviarnos del itinerario que nos marcan. No nos encontramos con aglomeraciones, apenas hay gente en los centros de ocio y tiendas de recuerdos. El silencio se palpa en todo el camino. Los militares rondan el espacio discretamente.
La mañana ha salido con una lluvia fina e intermitente y luce el sol a ratos. La visión no está limitada por el mal tiempo. Podemos ver a lo lejos toda la frontera y la serie de centros de control y sus alambres de espinas, que no sirven para nada. El observatorio Dora es lo único que queda de la posición más avanzada a la que podemos llegar, para poder ver la verdadera frontera más abajo, a nuestros pies, y de la que el río Imjingang sirve de límite, corriendo el paralelo 38. Desde este punto elevado de observación, tanto militar como turístico, se puede comprobar la vida norcoreana en un pueblo cercano, o lo que dejan ver o lo que les interesa que veamos.
Una locomotora destrozada por la lluvia de proyectiles que recibe es lo que queda del antiguo Tren Transiberiano que recorría la península de Corea.
Continuamos con la visita y llegamos a la plataforma de la unificación, donde una locomotora, destrozada por la lluvia de proyectiles que recibe, espera, mirando al norte, la futura reunificación soñada por los ciudadanos libres de Corea del Sur. Son los restos del antiguo Tren Transiberiano que recorría la península de Corea. Durante una proyección de lo que vamos a ver, al final se hace un llamamiento a la unificación, que es acogido por todos ellos con inusitada fe y aplausos encendidos. No quieren ver lo que es el comunismo, ¡bendita democracia! Todo está lleno de símbolos referentes a esta reconciliación. Un gran Buda, mirando al norte, está plantado en la Goseong Unification Observatory de la DMZ.
TÚNELES PARA LA INVASIÓN
Corea del Norte siempre abrigó el propósito de anexionarse el Sur. En la frontera existen cuatro túneles excavados desde el Norte para la invasión: el primero, que es el que visitamos, descubierto el 5 de septiembre de 1974; el segundo, el 15 de noviembre del mismo año; el tercero, el 19 de marzo de 1975; y el cuarto, en marzo de 1990. Realizamos la visita obligada al túnel que se permite, el primero cronológicamente, pero clasificado como el tercero por el libro que compramos de recuerdo en la DMZ, titulado Peacefut Area DMZ (2016), dentro de la historia de la zona desmilitarizada.
De pronto me quedo solo, ensimismado con las maquetas de los pertrechos fronterizos con Corea del Norte, que se exponen en el espacio de la entrada de la estación de Dorosan Peace Park. Casi todos han bajado por el túnel más próximo para ver las entrañas del mal. «En todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario, el mío», me recuerda Ernesto Sábato. Lleno de un impulso suicida me lanzo a sus entrañas y bajamos al infierno: 350 metros de una empinada bajada/cuesta hacia el fondo que nunca llega. Lo fácil fue la bajada, la subida ni les cuento. El calor, sumado al vapor de agua de la atmósfera subterránea, lo hacía más difícil y con la ropa de abrigo que nos hemos puesto para un día desapacible, todavía peor. La sensación de ir al infierno era total. Íbamos hacia el averno norcoreano. De los 1.200 metros del recorrido de la galería, solo podemos visitar los 265 primeros, en horizontal, hacia Corea del Norte. Llegamos al final del pasadizo hasta donde podemos caminar, donde una pared con troneras nos deja ver el otro lado del manicomio. Es de locos rabiosos dedicar tanto esfuerzo en invadir Corea del Sur, horadando, como termitas, una montaña de granito sin sentido. Para ellos sí tenía sentido. El fanatismo siempre encuentra un enemigo, como chivo expiatorio de todas sus frustraciones, para mantener, de esta manera, al pueblo en el engaño.
En la frontera existen cuatro túneles excavados por Corea del Norte para invadir el Sur.
El más peligroso de los túneles fue el segundo del libro y tercero cronológico, del año 1975, con 3,5 kilómetros de largo, a 160 metros de profundidad y 2 metros de altura, con capacidad suficiente como para que un regimiento pase cada hora, con los pertrechos de vehículos militares y tanques. Menos mal que lo descubrieron a tiempo. Las explosiones subterráneas, registradas en la zona fronteriza, alertaron a los coreanos del sur, que interceptaron su terminación, y subsiguiente invasión, con agua y explosivos.
ALTAVOCES, AULLIDOS, EVASIONES
Los altavoces, colocados en la oportuna dirección, suenan extraños y monocordes, en un idioma endiablado, que me recuerdan cómo aúllan los lobos en manada antes del ataque a una fácil presa. Y luego, en sus diatribas paranoicas contra Corea del Sur y sus aliados, el presidente norcoreano, de cuyo nombre no quiero acordarme, dice tener miedo a una invasión americana.
La larga cadena de controles militares en todo el recorrido de la frontera de alambre y espinos llega casi hasta la capital. Todo el río y parte del mar están vigilados, día y noche, desde estos puntos fijos repletos de cámaras de vigilancia a cada trecho. Sentimos claustrofobia militar. La verdad es que el peligro es real. No hace mucho tiempo, una turista americana cayó mortalmente herida (de bala) en una excursión rutinaria por la frontera. Hace unos días, cuando escribíamos la crónica de este viaje, un soldado norcoreano se escapó y fue acribillado por sus compañeros más fanáticos. Cinco tiros le colocaron al borde de la muerte. Los parásitos intestinales y los otros se lo comieron. Parásitos que son la mejor prueba sanitaria de sus malas condiciones de vida. Pensemos, si él era un militar, cómo serán las condiciones de vida del pueblo. No quiero ni pensarlo. En nuestra cercanía, otro turista americano se lanza a pasar la frontera hacia el Norte sin encomendarse a nadie. Menos mal que lo paran los soldados surcoreanos antes de llegar a ninguna parte. La viña del Señor está repleta de las más graves estulticias.
Los norcoreanos que logran evadirse del paraíso comunista llegan con una grave incapacidad para adaptarse que raya en la discapacidad, tanto si huyen a China como a Corea del Sur. La libertad para todo, tanto para los adultos como para los niños, no es fácil de entender y de aceptar. Los huidos padecen las secuelas de una alimentación insuficiente y mala, y una carencia de estímulos para pensar por su cuenta.
Como recuerdo de esta odisea infernal, recogemos una piedra de granito del subsuelo criminal del pasadizo hacia Corea del Norte, que donaremos a ese museo especial, de tierras raras, que ha creado mi cuñado en Tenerife.
Hemos visto en la DMZ unos túmulos de tierra redondeados que parecen tumbas en medio del campo; esa tierra amontonada queda así para siempre. Los muertos, en sus sepulcros, vuelven al lado de los que trabajan la tierra. Pero en Corea del Sur el «Norte» no existe. Sólo la reunificación es su problema. Nadie tiene como tema de conversación los acontecimientos en la zona del paralelo 38 ni las imprecaciones infantiles que se lanzan unos contra otros, por esos altavoces transfronterizos. La vida en la calle es total.
(Blas Curado García es médico psiquiatra y escritor. Reportaje fotográfico del autor.)
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Blas Curado García, prestigioso psiquiatra, articulista y escritor, nuevo colaborador de PROPRONews