Me enganché en el primer capítulo, hace ya unos años, cuando Jaime Lannister arroja a Bran Stark por la ventana más alta del torreón de Invernalia (a estas alturas no creo estar haciendo ningún spoiler, esto lo saben hasta los gatos de mi hija), y acto seguido, le dice a su hermana/novia, que, despatarrada, había comprobado con espanto cómo el niño los sorprendía en plena faena incestuosa: «Hay que ver lo que hago por amor».
Viene esto a cuento de una pregunta que me hago con frecuencia, y que ayer tarde me rondaba insistente: ¿Para qué sirve un rey?
Es una pregunta retórica, porque lo tengo claro. Cuando sale el tema de si soy republicana contesto: Pues no. Voy más lejos. No es que sea republicana a secas, que lo soy. Soy, por encima de todo, antimonárquica.
La monarquía podía ser aceptable cuando los reyes se consideraban estirpe de esencia divina y además eran educados como tales, y con rigurosidad, desde su más tierna infancia. Y no me vengáis alguno con que ahora también se hace así, porque no es verdad. Cierto que saben idiomas, aunque luego hablen pijamente y, o sea, no se les entienda bien ni en el suyo propio. Cierto, también, que van a excelentes universidades, esas que los plebeyos ni olemos, pero ya sabemos todos que aprueban por el morro. En cuanto a lo de la herencia divina, ni lo mencionamos.
La monarquía podía ser aceptable cuando los reyes se consideraban de estirpe divina.
Pero hay más, lo pensaba mientras veía la estupendamente bien rodada batalla del capítulo cuarto de la séptima y última temporada, por el momento, de la famosa serie. La reina Daenerys de la Tormenta, La que no arde, Madre de dragones y Rompedora de cadenas, se encarama a lomos de una de sus bestias aladas como quien se sube a un Sukhoi PAK FA ruso, y se lía a zambombazos con el enemigo. Ella ocupa la posición de cabeza y es la que diseña la estrategia. Es lo que hacían los reyes legendarios, ponerse al frente de sus soldados y destacar por su valentía.
Siendo yo «buenista», como me declaro, y en el más absoluto convencimiento de que las guerras, a la vista está, no han solucionado los problemas de la humanidad, que sigue tan cerril como hace siglos, tal y como muy acertadamente recoge David Mitchell en El atlas de las nubes («Es un ciclo tan antiguo como el tribalismo. Todo comienza con la ignorancia. La ignorancia genera miedo. El miedo genera odio, y el odio genera violencia. La violencia provoca más violencia, hasta que la única ley viene dictada por la voluntad del más fuerte»). Del más fuerte y del que tiene más dinero, añado. Bien, pues siendo pacifista, he de considerar que, al menos, un rey de los de antes, servía para algo. Un rey, e incluso un infante, porque cuando a Jaime Lannister le aconseja su comandante en jefe que huya, visto que la pelea se está poniendo de color hormiga, ha contestado muy digno: «Yo no abandono a mi ejército». Este hombre, además de guapo y buen mozo, es que tiene siempre la frase oportuna en la boca, lo mismo da si está haciendo el amor como si está haciendo la guerra.
REY INAUGURADOR
Pero ya no. Ahora el rey está para presidir desfiles, inaugurar cursos judiciales, estrechar la mano en las recepciones, visitar a sus colegas, ir a bodas de postín y alguna otra cosilla cultural, mientras su mujer, la reina consorte, sirve para lo mismo pero más peripuesta, lo que le ha valido el título de la más glamurosa de todas las soberanas del mundo, según acaba de publicar la muy prestigiosa y chic Vanity Fair.
Sus Modernas Majestades quieren estar al caldo y a las tajadas, que dicen en mi pueblo.
Y esto me lleva a otra reflexión. Ya que los reyes, en la actualidad, no se exponen en la primera línea de fuego a la hora de resolver batallas, podían, al menos, desposarse con personas ricas y mantener su tren de vida solitos, sin cargo al erario público. Un monarca que saliera gratis me caería mejor, estoy segura. Pues tampoco. Sus Modernas Majestades quieren estar al caldo y a las tajadas, que dicen en mi pueblo. Desean disfrutar sin cortapisas de los privilegios que su nacimiento les otorga para todo, menos para casarse con uno de su clase, que era otra de las tradicionales tareas reales, estrechar lazos y evitar enfrentamientos entre sus súbditos (puede ser que por la cuenta que les tenía, ya que luego les tocaba dar el callo, caso de que los lazos se deshicieran). Vaya, que lo único que teníamos de ventaja la plebe, que es emparejarnos con quien nos da la gana, ellos también. No hay derecho.
Sugiero que una de las hijas de los reyes se prometa con un hijo de Puigdemont (es un ejemplo).
Pero a mí me gusta que esta columna no se quede en una crítica de «vieja del visillo», y propongo, por tanto, darles alguna utilidad verdadera. Sugiero que una de las hijas de los reyes se prometa con un hijo de Puigdemont (es un ejemplo) y se acabó el problema este del que todo el mundo habla y una servidora no va a mencionar ni de lejos. O bien, que Felipe VI se divorcie y matrimonie después con Carme Forcadel, aunque solo sea por lo civil. Pero ¡qué va! El rey sigue con sus labores, y será quizá por eso que hace tiempo se le despistó dar el pésame por la muerte de una cooperante española en Afganistán y, en cambio, no se le olvidó hacerlo, raudo, a la muerte de un torero, como le afea un tuit que he encontrado en la red.
¿Y Doña Letizia? Pues, por ejemplo, se calzó unas zapatillas de deporte y unos vaqueros -lo que fue muy comentado por las crónicas del corazón-, para acompañar a la heredera en su primer día de colegio. Por lo visto conducía su propio coche y estaba sin maquillar, incluso despeinada, cosa que a la Khalesi ni se le ocurriría. La madre de dragones iba echa un pincel a la grupa de su mascota, mientras gritaba, sobrevolando y achicharrando elegantemente las huestes de los Lannister: ¡Dracarys! (que, por si no domináis el idioma Alto Valyrio, significa Fuego de Dragón).
Se tiene ganado el sueldo Daenerys. ¡Ella sí que es una REINA!
(Elisa Blázquez Zarcero es periodista y escritora).
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