La mujer que se casó consigo misma (capítulo 1º)

No hay dos maridos iguales

817

En este primer capítulo de la novela se narra la crisis que vivió la enfermera cuando la abandonó su marido, cirujano cardiovascular, para liarse con… (esto no lo vamos a decir aquí, para no desvelar el misterio antes de tiempo), y cómo la pobre víctima consiguió sobrevivir y hasta sacar provecho de su desgracia.

AVENTURAS DE MI AMIGA LA DE LOS AMORES VIRTUALES

Hasta que no pierdes la reputación no te das cuenta de lo pesada que era su carga. (Margaret Mitchell).

 Tal es la historia de esta mujer que, constituida para ser una excelente esposa y madre, no tiene marido. (Eugéne Grandet. Honoré de Balzac).                                                           

Tengo una amiga que se ha separado tras veinticuatro años de matrimonio. Consecuencia del sofocón, han sido largas, reiterativas e innumerables las conversaciones con la pandilla, cuyas componentes, hartas ya de oír siempre el mismo lamentable relato y no encontrar consuelo ni solución para sus lloros incontrolados, la hemos mandado en busca de ayuda profesional, a una psicóloga muy reputada que, después de tres intensas sesiones, durante las cuales ha escuchado atentamente los sucesos de los últimos meses, le pidió que escribiera una carta en la que, a modo de una  “historia de vida”, de esas que tanto gustan a los antropólogos, explicara qué significaba para ella su marido, y más importante aún, ¿qué es un marido? Lo sustancial radicaba en  que se sentara con calma y relatara la evolución de su matrimonio, junto a las razones por las que creía que se había ido al traste.

Se puso manos a la obra con fruición. Nada hay en estos momentos que le apetezca más que hablar de “lo suyo“, y dado que nosotras, las que la queremos, huimos en desbandada cada vez que vuelve a la carga con sus cuitas, las horas frente al ordenador, poniendo en pie y en orden lo que ella consideraba la más fantástica y desgraciada historia de amor de todos los tiempos, eran tocar el cielo. El cielo y el barro, porque la escritura le hacía estallar en rabietas y le servía para revolcarse en su aflicción y en los porqués que la consumían.

Pero escribir es catártico, cura, estimula, reconforta. Es un hecho comprobado científicamente. Y poco a poco consiguió concluir la misiva que la psicóloga que se la recetó dejó, apenas echándole un vistazo, encima de la mesa de su despacho:

– ¿No va a leerla? -imploró mi amiga.

– No –contestó, ajustándose las gafas, muy rotunda, con una amplia y acogedora sonrisa  la excelente y famosa experta-. Esto es una práctica que espero te haya servido de reflexión. Para que la leas tú cuando te preguntes por enésima vez por qué, por qué y por qué. Repasa, reflexiona y luego quémala, guárdala o envíasela a él, pero de momento no hagas nada, dejémosla descansar.

ABANDONÓ LA CONSULTA DECEPCIONADA

Abandonó la consulta decepcionada. Esperaba haber debatido los pormenores del escrito y buceado en los detalles de su cruel destino, para escarbar en lo que consideraba el mayor romance, desde Romeo y Julieta, finiquitado por la más grande traición acaecida en la historia de España, desde aquella legendaria que llevó a Bellido Dolfos, (hijo de Dolfos Bellido) a matar al rey Sancho I de Castilla de forma ignominiosa.

El gesto displicente de la terapeuta, aparcando los folios redactados por su sangrante corazón con tanto esfuerzo y pesar, le torturaba el alma, pero se fue sin rechistar. Y una vez más, frente al ordenador, mordisqueando un bollo de chicharrones, se empapó el texto. Luego decidió imprimirlo de nuevo, repasarlo, tal y como le había recomendado la especialista, pero no sola, desparramada en la calidez de su sofá, sino en “Los San Viernes”, que es nuestra reunión fija semanal, donde, bajo el pretexto de mantener viva la amistad, lo que hacemos es beber cerveza y comer las grasas saturadas que entre semana no nos permitimos.

Cuando, apenas pedida la primera ronda, confesó sus intenciones, porque, explicó, ella necesitaba desahogarse y la psicóloga no se lo había permitido, a tres nos entraron unas tremendas ganas de salir corriendo al baño, otras dos farfullaron que se iban porque amenazaba lluvia y urgía recoger los tangas del tendedero, y el resto bostezó ostensiblemente. Pero a ella no la achanta  nadie. Había sudado sangre para pergeñar aquellos párrafos y necesitaba analizar con meticulosidad cada renglón, desmenuzar, hasta atomizar, los intríngulis de su matrimonio, sílaba por sílaba. La psicóloga habría sido su destinataria ideal, pero, privada de hacerlo y ya repuesta del chasco, estaba resuelta a hacerse oír y nada se lo impediría. Así que, resignadas,  empinamos el codo, apuramos la primera y ordenamos la siguiente ronda. El camarero, siempre solícito con nosotras, nos sirvió, de propina, una doble ración de callos picantes, y ya, más dóciles, nos acodamos en la mesa, encaramadas cada una en nuestro taburete, cual grullas a la espera de la llamada de la naturaleza para migrar a tierras lejanas.

Nuestra compañera de fatigas cogió aire, resopló, se liquidó la Mahou de un trago y empezó a largar:

– Marido es, según el diccionario de María Moliner -soltó con voz temblorosa pero potente, como si estuviera declamando lady Macbeth-, “un hombre casado con respecto a su mujer”. Y yo confío plenamente en María Moliner, desde que, con mi primer sueldo, me compré los dos tomos de su obra, porque, aunque ejerzo de enfermera y me considero realizada con mi profesión, en realidad yo aspiraba a ser profesora de Literatura, y tuve que dejarlo para casarme. Hice una carrerita más corta para ganar un sueldo cuanto antes. -Breve parada y profundo suspiro-. No voy a entrar al trapo, es agua pasada y no guardo ningún rencor a mi marido, que es cirujano cardiovascular y se sacó el MIR con una notaza, gracias a que yo me pasaba el día trabajando para mantenernos y, el tiempo libre, guisando sustanciosas comidas para alimentar su cerebro y su retentiva. -Aquí la reencarnación de Nuria Espert se detuvo en seco, sorbió un moco y una lagrimilla, y continuó-: Pero esa frase, “marido es un hombre casado con respecto a su mujer”, es solo una fría y académica definición. Un marido es mucho más, y lo sostengo yo, que no soy la ilustrísima señora Moliner,  porque nunca pude estudiar Literatura, pero de maridos entiendo un rato.

MARIDO ES UN HOMBRE QUE JODE MUCHO…

Estaba entregada, succionó el segundo moco y comenzó a venirse arriba:

– He preguntado a mis compañeras qué es para ellas un marido y la supervisora ha contestado: “Marido es un hombre que jode mucho y folla poco”. Yo lo negué vehementemente en una de esas tertulias que nos marcamos ante la máquina del café y que nos van a costar las habichuelas a poco que se nos muera un enfermo mientras arreglamos el mundo. Porque puede que ese chiste tenga su dosis de verdad, pero no es mi caso. A mi esposo le tengo fichado días en los que, antes de tocar el suelo con los pies, ya está despotricando, que si la leche está fría, que si las magdalenas son duras  como piedras, que si la ducha no tiene presión, y luego me salta con aquello de: “¿Qué, te va a venir la regla?”, cuando le miro iracunda e impotente ante su letanía quejumbrosa. Bien, pues, después del exabrupto se va al hospital, donde trabajo yo también, aunque, por suerte, en plantas y especialidades distintas, y cuando, después de una dura jornada, al fin se mete en la cama, rendido de tanto sustituir válvulas, reparar aneurismas o poner bypasses, alarga la mano con intenciones libidinosas hacia mi culo. Él afirma que eso se llama inteligencia emocional, que es posible que haya tenido un día malo y no quiera ni mirarme a la cara, ni darme las buenas noches, pero que un polvo sí,  porque el sexo arregla los roces cotidianos, y yo, según él, soy poco empática por no entenderlo. Así que tras perpetrar el acto, mientras le oigo resoplar dormido, pienso: “Pues sí, sí que hemos arreglado las cosas; él ronca como un bendito y mañana, descansado, fresco y energético, volverá a la carga con una renovada batería de reproches domésticos”. Inhalo aire como si estuviera en clase de yoga y, completamente desvelada tras el cuarto y mitad de polvo, rememoro en las sombras del dormitorio común mi primera desilusión, apenas recién casados. Despertó una buena mañana mi todavía príncipe azul, encendió la luz del techo, entonces una mísera bombilla, y después de espabilarme sin compasión, voceó: “¡No me queda ni un calcetín emparejado!”. Muy digno, arreó un portazo y se largó, no he averiguado nunca si con un tobillo de cada color, dejándome completamente despejada, obnubilada, estupefacta. ¿De cuándo acá se me había adjudicado la obligación de encargarme de la colada y el reagrupamiento de calcetines? He de reconocerlo, soy un pelín rencorosa y a la primera ocasión, una mañana que madrugué más que él, le devolví el susto repitiendo la misma función; grandes aspavientos, los cien vatios resplandeciendo sobre sus legañas y, llevándome las manos a la cabeza, como si acabara de perder el anillo de Tolkien, le zarandeé y grité como una posesa: “No tengo ni unas bragas que ponerme, ¿qué hago?, ¿me voy con el culo al aire?”.  Di un portazo del calibre quince y bajé a la calle, muerta de risa, porque, aunque ya empezábamos a discutir alguna vez que otra, todavía había mucho amor y complicidad entre nosotros. Por la noche, ante un huevo frito con tomate, aún le duraba la impresión: “No tiene bragas limpias -murmuraba atónito- ¿Y yo qué culpa tengo?” Pero lo solucionamos con creatividad, porque, como digo, nos amábamos. Compramos ropa interior en cantidades militares y así, por muy feo que se pusiera el asunto, siempre apañábamos un ratito para lavar la ropa antes de echar en falta, él, los calzoncillos y yo, los tangas de la discordia.  Claro que el marido de una amiga mía no tiene nada que ver con este que me tocó en la rueda del amor. ¡Como si procediera de otro planeta! Se levanta de madrugada, prepara el desayuno y le da un besito mimoso antes de llevar a Martita, la hija de ella y de un marido anterior, a la guardería. Y no se trata de que ella trabaje en una multinacional, gane un pastón y no tenga un hueco para llevarla. Sé que con lo que estoy diciendo puedo parecer muy poco solidaria, pero es que mi odiada examiga está en el paro, porque era empleada en la empresa de su primer suegro, el padre de su primer marido, que no le ha perdonado que abandonara a su heredero por este buen mozo que ahora tiene, y la despidió sin contemplaciones ni indemnización. Apenas su actual emprende el camino del colegio concertado llevando a la niña de la mano, la madre se cuelga el bolso en bandolera y enfila al gimnasio, o va de compras, y está cada día más guapa y estilosa, mientras yo me noto cada vez más vieja y malhumorada. Mi marido y yo, por mencionar otra faceta de nuestra relación, hace siglos que no vamos juntos al cine. Una paradoja si tenemos en cuenta que nos conocimos en la filmoteca y que me enamoré cuando supe que él era admirador de Otto Preminguer, un cineasta que, coincidencia mágica, a mí me chiflaba. Así iniciamos el idilio, nos tragamos un ciclo entero de nuestro ídolo y luego, otro y otro. Al tercero estábamos convencidos de que ese amor sería para siempre. Últimamente, lo único que constato como interminable es el peliculón de los sábados en Antena 3; eso sí, muy amenizado por sus cosquilleantes bufidos, porque siempre se queda frito antes de la primera pausa para la publicidad. Lo justifica alardeando que, desde “Sed de mal”, no se ha realizado ni una buena película. Le creí durante bastante tiempo. Soy boba, sí, pero luego comencé a ir al cine por mi cuenta  y descubrí que eso es lo que argumentan ciertos pedantes trasnochados para ver el fútbol, mientras sus mujeres prefieren “el día del espectador”. Pero no nos enfadábamos por esa insignificancia. Yo acudía a los multicines los miércoles y él veía “el partido del siglo” de esa semana. Para compensar, la noche sabatina la destinábamos al disfrute en pareja y nos engurruñábamos beatíficamente frente al televisor de plasma. Inteligencia emocional en estado puro. El santo esposo de mi amiga sí la acompaña al cine. Me he cruzado con ellos en varias ocasiones. Da la impresión de que se divierten, como mi consorte y yo hace años. Compran chucherías, se aprenden de memoria los folletitos que ofrecen en el vestíbulo, comentan la peli y se miran con ojos tiernos. Les asesino con el pensamiento mientras refunfuño mosqueada, asumiendo que de un tiempo a esta parte no tengo ni idea de cómo conseguir una pizca de inteligencia emocional. ¿Parezco envidiosa? Lo soy. Tengo motivos. Mi marido y el marido de mi examiga son la misma persona. No, no nos hemos montado un trío. Mi Paco, mi hombre durante veinticuatro años, me abandonó hace unos meses y se fue con  ella. A veces me dan ganas de pedir al destino el libro de reclamaciones, aunque, pensándolo con ecuanimidad, las dos hemos ganado; yo por haberme librado de un cónyuge inapetente, y ella, por haber encontrado uno adorable. ¿Cómo  diría mi ex que se llama eso?

– “¡Inteligencia emocional!” -gritamos Las San Viernes, acompañadas por un coro de atentos y desconocidos espectadores que se había ido congregando en torno a nuestra oradora, que, lejos de avergonzarse por hacer público su infortunio, se había ido envalentonando, y lo que empezó con voz tímida y entrecortada se fue convirtiendo en un desgranar de interjecciones, un poner caras y un batir de manos que nos tenía encandiladas. Tanto, que le hicimos la ola con fervor.

Ella ha echado a andar por el irreversible camino de la cicatrización, ha descubierto su vena histriónica y me temo que está valorando la idea de concurrir a la próxima edición de monólogos del Club de la Comedia. Y hay posibilidades. ¡Más segura tuviera yo una bonoloto!