La imagen, en blanco y negro, claro –como esta Cataluña de los Puigdemonts, los Junqueras, los Jordis y compañía, detenidos y encarcelados por delitos gravísimos contra el orden constitucional y la integridad del Estado-, de Companys y del resto de la camarilla independentista revoltosa, que se atrevió a proclamar el estado catalán en 1934, entre rejas, vuelve a hacerse presente en la memoria de todos tras la detención de Carles Puigdemont. La imagen tiene una aplastante fuerza disuasoria y simbólica. Lo lamentable es que el independentismo catalán radical no haya aprendido la dura lección en tanto tiempo.
Con la detención del expresidente de la Generalitat Puigdemont y su más que probable extradición a España, desde un país como Alemania, que mantiene una estrecha relación con el nuestro, cuya primera ministra, Angela Merkel, es un apoyo decidido de Mariano Rajoy en Europa, y en cuya legislación figuran tipificados delitos similares a los presuntamente cometidos aquí por Puigdemont y los suyos, y penados en esa indiscutible democracia europea con penas que oscilan entre hasta 10 años de cárcel y cadena perpetua, se pone fin material, pero también simbólico, a la aventura tragicómica del huido y al sainete de la independencia y de la imposible república catalana.
Tras la investidura fallida de Turull, Puigdemont ha vuelto a escenificar la infinita e interminable torpeza de todo el procés.
En este proceso –que no procés– de simbolismos y relatos históricos, esa imagen de Companys y los suyos en la trena cobra una actualidad demoledora y tiene un efecto pedagógico aplastante. Porque aquella imagen y la de ahora de todos los implicados en la ilegal deriva independentista presos o huidos, son idénticas como dos gotas de agua y encierran un clamoroso mensaje que ha tenido suficiente tiempo para ser percibido, comprendido e interiorizado por quienes han vuelto a elegir el ataque a la legalidad constitucional.
CLARO MENSAJE
Este mensaje no puede ser más claro y contundente: ni hace 84 años ni ahora, el Estado español y la ciudadanía española vamos a permitir que se rompa la unidad nacional que nos define como pueblo, que nos confiere una identidad internacional secular y que consagra la Constitución.
Tras el estrepitoso ridículo de la investidura fallida de Jordi Turull a pesar de tener los independentistas mayoría absoluta en la cámara, lo que prueba la irrealidad en la que viven los cabecillas del separatismo y la torpeza con la que actúan –no han dado un solo paso a derechas desde que los Pujol y los Mas empezaron con la matraca independentista, para entre otras cosas, disimular e indultar sus corrupciones-, ha venido ahora Carles Puigdemont a llevar esa torpeza –impropia de catalanes se supone que modernos y formados- a su máxima expresión. Porque creer que se podría pasear impunemente por Europa como si no pasara nada, y que incluso podría entrar y salir de un país como Alemania, donde si a algún político de allí se le ocurriese hacer la mitad de lo que él ha hecho aquí le habría caído todo el peso de la ley y del descrédito ciudadano desde el minuto uno, es no estar en este mundo.
El 7 de septiembre de 2017, este periódico publicó una información firmada por este periodista y titulada «2017-1934, regreso a una Cataluña en blanco y negro». En ella anticipábamos con exactitud cuál sería el final de esta tragicomedia, cuando aún no se había celebrado el llamado referéndum del 1-O ni habían tenido lugar los catastróficos acontecimientos políticos, económicos y sociales que siguieron. Hoy, seis meses después, todo lo que pronosticamos en esa y en otras informaciones sobre el asunto ha sucedido, con la diferencia de que la situación es mucho peor, a pesar de la aparente calma. De cualquier modo, lo que queda para la posteridad, como quedó la imagen de Companys y los suyos entre rejas, es la de Puigdemont vencido y detenido.
En 2102, es decir, dentro de otros 84 años, en los libros de historia de España habrá un pequeño espacio dedicado a las suicidas aventuras separatistas de 1931-1934 y de 2017-2018. Para entonces, y vistas las lecciones que la historia da una y otra vez, es de suponer que ésta habrá quedado definitivamente aprendida por aquellas generaciones catalanas del futuro. Por mi parte, estoy convencido de ello.