Los esfuerzos de las autoridades para que todos visualicemos hoy que están unidas al lado de la ciudadanía, cuando con frecuencia son su desunión y sus acciones u omisiones las que facilitan o agravan los problemas que padece esta misma ciudadanía –en este caso, la seguridad de todos- resultan patéticos. La manifestación de hoy es una de esas ocasiones en las que se observa claramente que las autoridades españolas, desde el rey hasta el último presidente de comunidad autónoma y el último alcalde, pasando por el Gobierno, el Congreso, el Senado, etc., no solo confunden el culo con las témporas, sino que, lo que es peor, consciente o inconscientemente quieren darse la coartada y mostrarnos la excusa de que ellos están con nosotros cuando la realidad diaria lo desmiente.
Si así fuera, si las autoridades estuviesen de verdad con la ciudadanía, no habría este perpetuo y agresivo disenso entre instituciones y fuerzas políticas, ni esta podredumbre que asfixia a nuestro país, ni Rajoy tendría que someterse la próxima semana a un pleno del Congreso que investiga la corrupción de su partido, ni existiría la desigualdad que ha llevado a la pobreza a millones de españoles o no sería tan grave, y las autoridades catalanas y nacionales y los respectivos cuerpos y fuerzas de seguridad habrían colaborado estrechamente y de forma previa, para que los atentados que son el motivo de que hoy esas mismas autoridades se manifiesten en Barcelona al lado de la ciudadanía no hubiesen tenido lugar.
Los ciudadanos no debemos dejarnos engañar por la imagen buenista que quieren trasladarnos hoy los gobernantes.
El pueblo, los ciudadanos, no debemos dejarnos engañar por esta imagen buenista de todas las autoridades del Estado, incluyendo las más altas magistraturas, manifestándose a nuestro lado contra el terrorismo yihadista o de cualquier signo. Porque esas mismas autoridades son, en primero y en último extremo, las responsables de que lo que se puede evitar se evite y lo que no tenga que ocurrir no ocurra. Pero esas mismas autoridades, consciente o inconscientemente, nos quieren vender la moto de su solidaridad, su dolor y su repulsa, cuando esa solidaridad, ese dolor y esa repulsa donde han de manifestarse de verdad es en sus despachos, cumpliendo con sus obligaciones, trabajando para que esos sucesos no vuelvan a ocurrir, manteniéndose en sus puestos en días tan aciagos como los que vivimos, en lugar de desvirtuar con su presencia una manifestación que es del pueblo y solo del pueblo; una manifestación parte de cuya repulsa va dirigida también contra esas mismas autoridades que han querido apropiarse de ella, por su descoordinación y antagonismo en la lucha antiterrorista y en la convivencia política diaria, por el constante enfrentamiento entre instituciones, por la sempiterna ausencia de consenso, por el despilfarro de los recursos públicos, por la falta de visión y de estrategias adecuadas, y por la corrupción que corroe a tantos dirigentes y partidos.
LA MANIFESTACIÓN ES DEL PUEBLO
Las manifestaciones, por su propia naturaleza, están concebidas para el pueblo y no para los dirigentes. Las manifestaciones, por su propia naturaleza, están siempre dirigidas de una u otra manera contra la autoridad –sea cual fuere el motivo que las inspira: un atentado, un golpe de estado, o el desempleo-, por cosas que la autoridad hace o deja de hacer, y por cosas que suceden o dejan de suceder porque la autoridad falla o no actúa como debería, como en este caso. Porque ¿contra quién ha de manifestarse la autoridad? ¿Qué otra instancia hay superior a ella a quien trasladar la autoridad su protesta? ¿Qué otro plano de la jerarquía puede hacerse cargo de la demanda popular si los que tienen que atender tal demanda bajan de sus despachos y pretenden confundirse con el pueblo en una manifestación?
La presencia de las autoridades en la manifestación de hoy es un doble absurdo. Porque la autoridad no tiene que manifestarse de otra manera más que cumpliendo a conciencia con su deber de una forma profesional y honesta. Y porque su presencia en la manifestación complica esta acción de los ciudadanos, desvirtúa su espíritu y altera la naturalidad de lo que debe realizarse sin dar lugar a controversia alguna. Estamos seguros de que si se sometiese a votación de la ciudadanía la presencia de dichas autoridades, de todas sin excepción, en la marcha, el resultado sería demoledor.
Entendemos y valoramos los esfuerzos del rey Felipe por devolver a la corona la imagen y el prestigio perdidos durante los últimos años. Seguramente él será un buen rey y sus intenciones son las mejores. Pero la limpieza de la corona no se logra asistiendo a manifestaciones populares quien encarna la máxima magistratura de la nación, sino, por ejemplo, impidiendo conductas de miembros de la casa real que la ensucian, como hacer negocios bajo el paraguas de ese prestigio, matar elefantes y encima presumir de ello, o divertirse por el mundo con una novia quien aún está casado con la reina emérita, al menos mientras perciba dinero del erario público. Porque la ejemplaridad es la base de la monarquía y no el ingenuo afán populista de un rey manifestante. ¿Es que no hay nadie en Zarzuela que le haga ver a don Felipe algo tan claro?
Parte de la repulsa por lo que ha pasado va dirigida contra las propias autoridades, que no se ponen de acuerdo ni en esto.
La ciudadanía, aunque no lo parezca y a veces se olvide, es la primera institución y el primer poder del Estado y de ella emanan todos los demás, porque es la única soberana. Y cuando la ciudadanía se constituye en su propio poder, como es el caso de una manifestación, merece el respeto que se le debe a cualquier otra institución, pues del mismo modo que a los ciudadanos particulares les está vedado el acceso al Congreso reunido en pleno, las autoridades, por cuestiones de respeto y de separación del ámbito que a cada uno le corresponde, deberían abstenerse de invadir el que es propio y exclusivo de la ciudadanía que se manifiesta.
La excusa de la unidad esgrimida por las autoridades municipales, autonómicas, estatales y partidarias para darse a sí mismas una razón aparentemente válida para asistir a la manifestación de la ciudadanía contra el terrorismo y contra todas las irresponsabilidades que lo facilitan, no se sostiene. Esa unidad se elabora y trabaja en los despachos, en el día a día de la responsabilidad y la función pública de cada autoridad, y no en una manifestación. Esgrimir la unidad como motivo poderes, cargos públicos e instituciones que están diariamente enzarzados en una cansina pelea que a veces tiene efectos letales, como en este caso, sería una inmensa broma si no fuese una tragedia y un insulto a la inteligencia. Porque esa unidad no consiste en asistir juntos una vez a una manifestación cuando ya lo peor ha ocurrido, sino en establecer a diario los puentes, el consenso, la estrategia, la colaboración y la comprensión entre todos los poderes, cargos e instituciones del Estado, para garantizar el progreso, el bienestar, la libertad y la seguridad de la ciudadanía a la que esos poderes sirven; es decir, en este caso, para que lo peor no ocurra.
ELEVADO COSTE
Además de todo eso, que es de una evidencia clamorosa, la presencia de las autoridades en la manifestación tiene otra serie de matices que conviene analizar, para terminar de comprender lo inapropiado de esa presencia y lo absurda que es. En primer lugar, el coste y cómo se distribuye ese coste entre los asistentes. Porque mientras que los ciudadanos particulares que asistimos a la manifestación utilizamos nuestros propios medios de locomoción y nos pagamos los gastos –transporte, comida, etc., sobre todo en el caso de los que acudimos desde barrios alejados de Barcelona o desde otras ciudades- de nuestro propio bolsillo, las autoridades viajan a gastos pagados, en aviones puestos a su disposición por el Gobierno, se alojan en los mejores hoteles, ellos y sus escoltas, son llevados en coches o en autobuses oficiales hasta la manifestación y luego les recogen esos mismos coches oficiales y les llevan a comer tan ricamente a los mejores restaurantes, y encima hasta es posible que cobren dieta por este día que han pasado fuera de su residencia habitual.
Y, lo que es peor, si hubiese un incidente grave en el transcurso de la protesta –tal concentración de autoridades representa un notable incremento del riesgo para ellas y para los ciudadanos-, ellos, los cargos públicos, serían los primeros en ser protegidos y evacuados, aun a costa de la seguridad de los demás asistentes, porque para eso están entrenados sus escoltas y responsabilizada la policía que cubre el trayecto.
Los ciudadanos asistimos a la manifestación a nuestra costa; las autoridades van con gastos pagados y en avión y coche oficial.
Al coste económico citado de la presencia de las autoridades en la protesta, ya importante, hay que sumar el del despliegue adicional de medios de protección y seguridad que requiere tamaña concentración de cargos, tanto en escolta individual como en el sellado de edificios, tejados, calles y vías por las que pasa la manifestación y las aledañas, dietas de ese personal, traslado y alojamiento de las unidades de refuerzo, etc. Sin contar –ya lo hemos apuntado- el peligro adicional que para la ciudadanía manifestante supone empotrar dentro de ella a la totalidad de las autoridades del Estado, no solo por el peligro externo de que un terrorista o un loco quiera aprovechar la ocasión –y a estos criminales no les importa inmolarse, lo que los hace mucho más letales-, sino también por el peligro interno de que ciertos sectores de manifestantes cabreados, o de radicales, promuevan incidentes que puedan degenerar en caos.
Son todos ellos, en fin, detalles y matices que las autoridades que nos gobiernan, cegadas por el afán de confundirse con la ciudadanía en la virtud y la nobleza que son propias, y a veces parece que exclusivas, de esa ciudadanía, o no han considerado o han despreciado a la hora de tomar la decisión de asistir, cuando hubiese bastado con una proporcionada representación del Estado en un segundo y discreto escalón de esa autoridad, y no convirtiendo al rey en un manifestante más, porque ni lo es ni lo podrá ser nunca.
Y, así, lamentablemente, la manifestación de hoy, que es y debería ser solo del pueblo ciudadano movilizado en contra del terrorismo y de todas las circunstancias que hacen posible o facilitan el éxito de ese terrorismo –incluida la irresponsabilidad y falta de preparación de ciertos gobernantes-, y también en apoyo de las víctimas, se ve contaminada por la presencia interesada de unas autoridades que, en términos generales, no están a la altura de esa ciudadanía, y contra las que habría que hacer otra gigantesca manifestación, por estos y por tantos motivos como nos dan a diario y que todos conocemos sobradamente.
Por último, nos parece aprofesional y hasta ridículo que tantos medios de comunicación y periodistas que deberían ejercer de iluminadores de la sociedad y hacer la crítica de lo que sucede, presenten tan ingenuamente esta concentración de cargos públicos en una manifestación popular como una muestra de unidad de nuestros gobernantes, cuando la realidad es que esta impúdica exhibición trata de ocultar vergonzantemente que tal unidad, en lo que es verdaderamente de interés para la ciudadanía, no existe.