Hanói y la ruleta rusa

Regreso a la capital de Vietnam y a su calle más sorprendente y peligrosa

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El expreso de Sapa cruza a toda velocidad, abofeteando con su rebufo.
El expreso de Sapa cruza a toda velocidad, abofeteando con su rebufo.

Imagine el lector por un momento que el AVE atravesara Madrid de sur a norte por el interior de la ciudad, por una calle larga y estrecha, a solo un metro de distancia, a uno y otro lado, de las puertas de las casas. Pues, aunque no sea el AVE sino algo más antiguo, esto es lo que ocurre en Hanói en su calle más impredecible y peligrosa, por donde circulan trenes a diario, cuyos raíles y traviesas son el increíble escenario de la vida diaria de sus habitantes, en una calzada solo apta para el ferrocarril y poco más. Nuestro cronista viajero narra en este trabajo una de las experiencias más irreales que se pueden vivir en el planeta.

Esta es la crónica de una calle improbable. Por ella pasa el ferrocarril de vía estrecha que atraviesa la ciudad de Hanói como una cuchillada en su camino hacia el norte. Una calle que demuestra que en nuestro pequeño planeta caben muchos mundos y que no todos siguen nuestras reglas ni comparten nuestra percepción del riesgo de vivir.


En los mapas la calle no está claramente marcada, como si fuera una vergüenza que ocultar.


Llego a media tarde al Barrio Viejo de Hanói, aún de día. Voy dando tumbos, siguiendo las imprecisas indicaciones que me hacen por gestos los transeúntes. Cuando la encuentro, me adentro unos cientos de metros, entusiasmado. Esta calle no tiene nombre. No es un juego de palabras, es que realmente no lo tiene. En los mapas tampoco está claramente marcada, como si fuera una vergüenza que ocultar.

He visto calles más estrechas en el mundo, pero por ninguna de ellas pasa un tren. Los raíles ocupan la parte central e impiden que puedan circular los coches. Por los irregulares y estrechos pasillos que quedan a los lados desfilan peatones, bicicletas y ciclomotores.

El paisaje urbano que me rodea parece salido de la imaginación de un dibujante de cómics. Casas de estilo colonial francés, lujosas en otros tiempos y merecedoras de una mejor ubicación, conviven con aburridas construcciones autóctonas y míseras chabolas con puerta de chapa. A lo largo de cientos de metros, las viviendas se alinean sin interrupción, sin espacios entre ellas, casi sin oxígeno. Es la capital de Vietnam y el metro cuadrado está por las nubes.

Sin novedad en el frente.
Sin novedad en el frente.

Las fachadas de colores aparecen heridas por desconchados profundos, manchadas por grafitis, ocultas por largas hileras de ropa tendida. Todo tipo de enseres se apilan junto a ellas; estanterías repletas, cajas enormes cubiertas con hule, sacos, materiales de construcción. También cocinas de carbón y barbacoas, que se oxidan lentamente a la intemperie, esperando el momento de la cena. Algunas motos se aprietan contra los muros para molestar lo menos posible a los viandantes. Vestigios de aceras, ahora fragmentadas, obligan a un caminar sincopado para acertar la pisada en terreno firme.

VIDA SOBRE RAÍLES

Las primeras sombras acompañan a los que están volviendo del trabajo. Entran a sus casas para cambiarse y luego se reúnen en la vía, que se anima con su compañía. Familias enteras sentadas sobre los raíles confraternizan, beben cerveza y comparten su día. Un par de vecinos usan las traviesas como banco de bricolaje. Otros se acomodan sobre ellas para poner en orden sus enseres.

Un niño pedalea esforzadamente en su triciclo, sus pequeñas ruedas atascándose en cada irregularidad del pavimento. Mi lógica me dice que es imposible que por aquí pasen trenes de cientos de toneladas, que necesitarían la longitud de varios campos de fútbol para frenar si este niño se cruzase en su camino.


Familias enteras sentadas sobre los raíles confraternizan, beben cerveza y comparten su día.


El tiempo pasa volando y para cuando quiero darme cuenta, ha caído la noche. No hay alumbrado público y la única iluminación es la que proviene de los domicilios particulares, que deja largos tramos en penumbra. La luna luce en lo alto, pero no se digna iluminar este arrabal. Siento que nada es real, como si estuviera paseando por el decorado de cartón piedra de un inmenso teatro surrealista.

Inesperadamente, una joven que lleva una palangana con los cacharros de la cena sucios me aborda. Me pregunta sobre mí, pero en realidad quiere hablar de sí misma. Se llama Nam y vino a Hanói desde una aldea rural con su hijo de ocho años, buscando mejor vida. Encontró trabajo en un hotel y confiesa orgullosa que está a cargo de varios empleados. A pesar de su inglés básico, no tiene problemas de comunicación. Cuando el idioma se le queda pequeño, la sonrisa se le agranda. Se agacha junto a un caño que sale directamente del suelo y sigue charlando mientras friega. Al terminar, se despide varias veces, como con pena de acabar la cháchara.

La vida en las vías.
La vida en las vías.

Distraído con la conversación, no me he dado cuenta de que el resto de moradores han desaparecido también, como si hubieran recibido una señal para mí invisible. En contraste con el bullicio de la tarde, el vacío de ahora se hace notar estruendosamente.

¡QUE VIENE EL TREN!

Me coloco en un lugar suficientemente iluminado para tomar unas fotos al próximo tren. Apenas hay dos o tres rincones factibles y aun así tendré que forzar la sensibilidad de la cámara al máximo. En la chabola de enfrente, una señora mayor ve la televisión en su sala de estar. Más exactamente, el aparato está en la sala y ella, repantigada en una silla en la calle, rozando las traviesas. Al percibir que el tren se acerca, toma la silla y se mete con ella en casa. Se vuelve hacia mí y me grita algo en su idioma, gesticulando frenéticamente. No le entiendo, pero persevera hasta que al final caigo. ¡Me está urgiendo a que me pegue más a la pared!

Reculo tanto como puedo y unos segundos después, el oscuro tren de pasajeros a Sapa cruza a toda velocidad por el angosto pasillo entre viviendas, abofeteándome con su rebufo. Su penetrante foco de cabecera corta el aire a la altura de un segundo piso, como si fuera el mascarón de proa de un buque fantasma, llenándolo todo, apabullando con su presencia masiva. Parece la reencarnación del Holandés Errante, con un renovado pacto con el diablo para surcar estos parajes eternamente, perturbando a las gentes con el aullido sobrecogedor de su bocina.

Estoy en shock. Ha sido más cerca y más rápido de lo que me imaginaba.


Su penetrante foco de cabecera corta el aire a la altura de un segundo piso, como si fuera el mascarón de proa de un buque fantasma.


El estrépito se apaga rápidamente. Todavía veo las luces del furgón de cola en la lejanía, cuando ya algunas personas están repoblando la vía otra vez. Nadie que llegase ahora creería que acaba de pasar un tren delirante, barriendo como una quitanieves cualquier atisbo de sensatez humana.

La experiencia me hace ver claramente que habitar esta calle es apostar a la ruleta rusa cada día. Una cuestión de suerte, o de falta de ella. La probabilidad de supervivencia es sin duda mayor que la de un revólver con una sola bala, pero de vez en cuando, a alguien le toca. Si preguntas a los locales, bajan la mirada y contestan; ‘’A veces ocurren accidentes’’.

Antes de volver para el hotel di las gracias a mi ángel de la guarda, preguntándome a cuántos otros el aviso no les habrá llegado a tiempo.

COMO UNO MÁS

Regresé allí un par de veces más antes de abandonar Hanói. No diría que estaba enganchado, pero sí fascinado. Con cada visita, lo encontraba más lógico, más familiar, como si lo conociera de toda la vida. La gente sentada en la trayectoria del tren ya no me parecía el escenario de un suicidio colectivo a punto de suceder. Me volvieron a la memoria mis incursiones de niño al Puente de Hierro, en las afueras de San Sebastián, donde me escondía con mis amigos en las nervaduras de la estructura mientras pasaban los trenes que venían de la Estación de Atocha.

Una familia despreocupada.
Una familia despreocupada.

El último día, mientras esperaba al tren de turno, una adorable señora me sacó a la puerta de su casa una de las banquetas que usan ellos, de unos 20 centímetros de altura y dura como una piedra. No quise desairarla y aguanté estoicamente sentado hasta que mis articulaciones no pudieron más.

Mientras observaba desde mi nueva perspectiva a ras de suelo las imágenes de los días anteriores repitiéndose como un calco, constaté que la magia de este sitio primitivo, aleatorio, lleno de color y calor humano me había cautivado. También entendí por qué esta calle no ha sido bautizada. No se puede poner nombre a un lugar que se ha confundido de época.

(Chema Buenechea Oñate es consultor internacional y escritor. Reportaje fotográfico del autor.)

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Chema Buenechea Oñate

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